En mi escrito del 18 de marzo titulado “Vacaciones obligadas” y publicado en este mismo espacio, señalaba que cualquier decisión que se tomara durante este periodo de crisis acarrearía costosas consecuencias.
Por aquellos días apenas se gestaba la realidad que hoy vivimos, y una buena cantidad de personas vociferaba opiniones con la arrogancia y pusilanimidad que suele caracterizar a la opinión publicada.
Javier Alatorre es un ejemplo claro de lo anterior: arrogancia sintetizada en una frase lapidaria para invitarnos a “no hacerle caso” a la autoridad y, por otro lado, su carácter pusilánime exhibido en televisión nacional al desdecirse y ser incapaz de sostener o argumentar su convicción frente a López-Gatell.
Pero es otro momento el que deseo traer a colación; el de la vieja discusión sobre el momento oportuno en que debíamos ser enviados al retiro semi-obligatorio de nuestra vida en espacios públicos físicos.
En aquella etapa había un porcentaje de población que pedía el aislamiento inmediato por “analogía”. Exigían al gobierno mexicano suspender garantías porque en países primermundistas lo habían hecho. Ya sabemos que en situaciones de crisis los “demócratas-liberales” aconsejan los estados proto-dictatoriales, debido a su efectividad para lograr acción colectiva.
Al mismo tiempo, el responsable de atender la situación de crisis en el ámbito del sector Salud, señaló que las medidas de confinamiento no podían ser implementadas en ese momento, ya que adolecían de una desventaja, se “desgastan”. Asimismo, aunque no fuese su ámbito de expertise, agregó que la realidad económica-financiera del país, podría sufrir mayores estragos si se implementaban prematuramente.
Ilustrísimas voces rebatían que no existía diferencia sustancial entre una semana y otra, sin embargo, sí que la había. La mayoría de las empresas de outsourcing aprovecharon para, en su conjunto, despedir aproximadamente a 300 mil trabajadores. Esto sucedió justo cuando se decretó el confinamiento.
Desde el ámbito de la salud también tuvo razón el gobierno al aplazar la fecha de confinamiento, ya que es público que después de Semana Santa la población empezó a salir a las calles nuevamente.
Esos mismos críticos son los que ahora no le ven sentido a las medidas de confinamiento y tampoco consideran justo que tengan un impacto causal en los ámbitos de la economía política y la política económica. Son los cándidos del mundo social, los idealistas que ven con malos ojos la firme realidad de “decidir entre inconvenientes”.
Total que durante este corto periodo de crisis se ha evidenciado nuestra facilidad para sostener posiciones incongruentes y proclividad al comportamiento errático ante situaciones de peligro o riesgo.
Esto es la normalidad en un contexto de entropía como en el que nos encontramos, pero está de más seguir dejando claro lo siguiente: es una obligación radicalmente política y social abstenernos de emitir juicios tajantes. Es imperativo recurrir a los signos de interrogación más que los de exclamación.
Es verdad que vivimos tiempos extraños y, ante la imposibilidad de comprenderlos en su totalidad, nos invade un sentimiento de incertidumbre que sólo podemos contrarrestar formulando explicaciones que aplaquen nuestras dudas.
Cada quien sabrá el ámbito de su vida en que esta situación le genera mayor ansiedad, pero deseo proponer al lector un ejercicio a poner en práctica: en lugar de recurrir a información que genera angustia u optar por un posicionamiento ante un huésped casual e inesperado, como lo es el coronavirus, podemos consultar los escritos de buena cantidad de pensadores dedicados a edificar durante periodos de derrumbamiento.
Ortega & Gasset señalaba que el hombre promedio ya no deseaba escuchar, sino juzgar, sentenciar y decidir, y que no había cuestión de la vida pública en la que no interviniera imponiendo sus opiniones, pero agregaba algo importantísimo y decía que no “vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura […] y no hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar”.
En aquel tiempo la clasificación estamental era reducida y el español se refería a los intelectuales, pero ahora que existe una mayor cantidad de instituciones de representación social, estaríamos hablando de académicos del campo de las ciencias sociales. Basta escuchar a Carlos Bravo Regidor, José Antonio Aguilar Rivera, Héctor Aguilar Camín, Denise Dresser, Valeria Moy, Leo Zuckerman, o mejor aún, a la banca sustituta; comentócratas de medio pelo que ahora gozan de sus cinco minutos de fama gracias a que el “all-star” se desgastó igual que la medida de confinamiento.
Ante el desamparo podemos recurrir al mencionado Ortega & Gasset, del que básicamente toda su bibliografía aborda periodos de crisis política-social; al estoico Marco Aurelio y sus “Meditaciones”; al vitalista Nietzsche y su diatriba contra la moral judeo-cristiana “Más allá del bien y del mal”; los “Tratados filosóficos” de Séneca, obligado a “suicidarse” por orden de Nerón; algunos ensayos de Michel de Montaigne; “Ética de la hospitalidad” de Daniel Innerarity; al recientemente fallecido George Steiner y su “Nostalgia del absoluto”; los aforismos de Lichtenberg y De La Rochefoucauld, y, finalmente, lo que sea que a usted, amable lector, lo haga sentir bien.
No hay por qué amargarse la vida escuchando a individuos que dicen tener las soluciones a los problemas, pero que desafortunadamente para ellos, y afortunadamente para nosotros; 1. No tienen voz ni voto en las decisiones públicas, y; 2. Más allá de haber sido fieles cortesanos de actores políticos del pasado, su “ciencia” no contribuyó mucho al actual presente, pues de otra manera, sus proyecciones nos habrían prevenido de que sus políticas públicas resultarían en esta época crítica.