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martes, abril 23, 2024

El engaño de la vocación

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Días antes de iniciar la FIL-Minería 2020, en una pequeña calle aledaña a la Alameda Central, que hace las veces de corredor peatonal y del otro lado auspicia al Mercado Barrio Alameda, se congregó un pequeño grupo de vendedores de libros nuevos y usados para organizar su propia Feria.

Después de merodear por algunos puestos llegué a uno en el que encontré varios títulos nuevos que eran de mi interés y de buenas editoriales. Me decidí por dos de Impedimenta, “Me acuerdo” de George Perec y “Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores.” de Daria Galateria.

No tengo muy claro de dónde surgió el interés por este último; pudo ser que en otro espacio escuché o leí sobre el mismo, o bien, que lo haya confundido con “Un día en la vida de una mujer sonriente” de Margaret Drabble, por ser de la misma editorial y estar ambos firmados por féminas.

También hay que decir que el tema del libro suscita cierto interés natural. La autora elabora un singular compendio monográfico sobre los trabajos y oficios que desempeñaron 24 escritores para “ganarse la vida”. Como si dedicarse a las letras no fuera económicamente redituable.

La italiana Daria Galateria nació en Roma en el año de 1950 y es profesora de Lengua y Literatura Francesa en la Universidad de la Sapienza. Me abstengo de llamarla escritora porque “Trabajos forzados” es más un libro de corte académico, que una obra creativa. Sobresale una prosa formalista y escaso ritmo literario.

“Trabajos forzados. Los otros oficios de los escritores” documenta la vida laboral de 24 escritores, algunos de gran talla como Antoine de Saint-Exupéry, Kafka y Orwell, hasta otros que en lo particular son completos desconocidos, como Bruce Chatwin.

Solo sabía de 17 de ellos: Máximo Gorki, Paul Claudel, Italo Svevo, Jack London, Colette, Franz Kafka, Thomas Eliot, Raymond Chandler, Lawrence de Arabia, Paul Morand, Louis-Ferdinand Céline, Dashiell Hammett, Saint-Exupéry, André Malraux, George Orwell, Boris Vian y Charles Bukowski.

Nunca había escuchado, o pasé por alto los nombres de Carlo Emilio Gadda, Jean Giono, Jacques Prévert, Bohumil Hrabal, Ottiero Ottieri y Bruce Chatwin. De uno recientemente supe de su existencia mientras hojeaba un libro de Vila-Matas.

Este último es Blaise Cendrars y su monografía fue la que más me gustó; no lo ubicaba hasta hace una semana que repasando “Historia abreviada de la literatura portátil”, encontré que se dice de él que a los transeúntes curiosos que pasaban por el número 7 de la rue de l’Odeon -donde vivía- les preguntaba “usted es sordo?” y con frecuencia le contestaban que “sí”, entonces él señalaba un domicilio vecino, invitando a los paseantes al lugar donde se celebraban las reuniones de la sociedad secreta y portátil de los Shandy a la que pertenecía.

En otro capítulo del mismo libro, se apunta que su procedimiento de escritura consistía en elaborar historias que simularan leyendas populares, pero en realidad fuesen una interpretación personal de las historias que antes alguien le hubiese contado.

“Conociendo a Cendrars no era un proyecto demasiado sorprendente, ya que tenía la costumbre de no escuchar las historias que le contaban y, en cambio, cazar al vuelo dos o tres palabras de esas historias para construir con ellas, mentalmente, al azar de las ficciones abiertas, relatos muy diferentes a los que, en aquel momento, le contaban”, apunta Vila-Matas.

En “Trabajos forzados”, en cambio, lo primero que nos hacen saber es que Cendrars era conocido como “el Matisse de la escritura” y que ya había realizado una cantidad extravagante de trabajos antes de perder un brazo. Dos ganchos que mordí inmediatamente.

El primero porque aunque conozco cuadros de Matisse, no sé nada de él y no comprendo qué significa ser el Matisse de la escritura; incluso si consideramos el nivel de fama, me parece que Matisse tiene mucho mayor prestigio en el mundo diletante de la pintura, que Blaise en el mundo literario profano. Lo descubrí más adelante en la lectura.

Mientras nos enteramos de que a los 17 años huye de casa con apenas unos cuantos billetes y cigarros que hurtó de su padre -al estilo Holden Caulfield- para terminar trabajando en una joyería de San Petersburgo, cuando “concibe el poema que cambiaría la lírica francesa”; escribe la “Prosa del transiberiano”; tal vez sea equiparable a la trascendencia de Matisse en el fauvismo.

Por lo que respecta a la pérdida de una extremidad, quería saber si había sido una o ambas y cómo había sucedido. Este dato lo encontramos más adelante, cuando se revela que participó en la I Guerra Mundial, incorporado a la célebre división de Marruecos que un día lanza un ataque en el que “el cabo Cendrars es golpeado por una ráfaga de ametralladora que le destroza el hombro derecho”.

Sin embargo, antes de esto nos enteramos de algo más casual y más interesante, Fréderic Sauser -el verdadero nombre de Cendrars- “comparte un cuarto miserable con un estudiante de medicina del East End, el barrio judío, que se pasa el día leyendo a Schopenhauer y que por las noches se deja pegar patadas en el culo subido a un escenario: su nombre es Charlie Chaplin”.

Después sabemos que durante un permiso de salida mientras Cendrars formaba parte del Ejército, acude a ver “Charlot”, película de la que tanto hablaban sus allegados; “Charlot era el mismo pequeño clown de Londres al que machacaban a patadas en el culo en un music-hall cada noche”.

Podría estirar más la liga de las coincidencias agregando que Chaplin le “robó” el amor de Oona O’Neill a J.D. Salinger, creador de Holden Caulfield, personaje impulsivo al que Cendrars asemeja, pero la liga puede reventar.

Preferí hablar solo de la biografía que más me gustó porque considero que este opúsculo es resultón en muchos sentidos. No sé si pueda calificarse como un libro “entretenido”. En sentido formalista está bien escrito, pero no tiene calidad literaria.

Las biografías de Kafka y Orwell, por ejemplo, no hacen honor a los escritores. La de Céline me decepcionó, la de Ottieri es tremendamente aburrida. Algunas de repente te sorprenden, como la de Gorki, Hammett y Vian, o la del hasta el momento desconocido para mí, Bohumil Hrabal.

La de Hrabal fue la segunda biografía que más me gustó. En ella cuentan que su padre no quería a su madre y los abandonó 6 meses antes del nacimiento de Bohumil; también que en sus tiempos de estudiante formó parte de un grupo de teatro, animado por su madre, a quien también le gustaba actuar en las sociedades dramáticas de la ciudad.

Cuando por primera vez presenció a su hijo en acción y vio cómo se paralizaba frente a una sala repleta de espectadores, se levantó de su asiento y gritó frente a todos: “Ojalá no te hubiera traído al mundo!”.

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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