Lo que estamos experimentando, en especial acá en los Estados Unidos, con respecto al COVID-19, o el nuevo coronavirus, no es sólo relevante en términos de salud pública. Representa, además, una falsa noción de democratización como factor igualador entre personas. Pareciera entonces que al virus no le importan las fronteras ni las clases ni el estatus social, ni el dinero, ni nada por el estilo. Tampoco le interesa nuestro capital intelectual.
Una de las críticas más importantes que se le han hecho tanto al Estado como a las instituciones de salud es precisamente tomar medidas paliativas contra el virus a raíz del aislamiento (como si el contagio fuera a venir de otro sitio). Por eso el presidente norteamericano ha cerrado las fronteras aéreas sobre todo para pasajeros extranjeros provenientes de Asia y Europa. Sin embargo, lo que quiero proponer hoy es que esta idea de que el virus en sí mismo es indiscriminado y le toca a todo el mundo es completamente falsa. La historia nos ha enseñado una y otra y otra vez que cuando existe este tipo de emergencias de salud pública la respuesta del Estado y de la población es siempre dispar. Si bien el virus no tiene moral, el sistema en el que vivimos (que busca preservar sobre todas las cosas los intereses económicos y del capital mundial) es inherentemente discriminatorio. Para acabar pronto, en una pandemia como esta y como otras anteriores los que más sufren y mueren son siempre los mismos: los más desprotegidos, los más pobres, los más enfermos de por sí, quienes no tienen acceso a servicios de salud básicos.
El caso de Estados Unidos me parece crucial para explicar esto. Mientras en México la población sigue más o menos en negación o sin una noción real del serio problema en el que puede convertirse esta pandemia, el país vecino ha ya comenzado a tomar medidas bastante drásticas de contención. Por lo menos en la ciudad en donde vivo, Houston, que es una metrópolis de más de 6 millones de habitantes, se han prohibido todos los eventos masivos (de más de 100 personas) que se encontraban sancionados por el municipio y el condado; se han cancelado clases por lo menos por un mes, y las universidades van a conducirse sólo a través de la enseñanza remota por el resto del semestre. Sin embargo, esto llega bastante tarde, por decir lo menos.
Una de las explicaciones que han comenzado a circular para poder entender este retraso, tiene que ver con una especie de brújula moral deficiente por parte del Estado. Como ha dicho antes el presidente norteamericano: se trata de un virus extranjero. La crítica viene entonces hacia una falta de empatía por el hecho de tratarse de vidas humanas ajenas. Se explica la lenta respuesta y la negación del problema a través de este sentido de falta de empatía con alguien que no se parece a “nosotros”, en este caso, las personas que viven en Asia oriental (especialmente en China). Sólo en el momento en el que las víctimas comienzan a parecerse a ese “sujeto nacional” norteamericano es cuando el gobierno comienza a actuar. Dicho de otro modo, sólo cuando las víctimas son blancas y viven en este país, entonces comienzan las medidas de pánico y de tratar de tomar control de la situación.
Otro muy buen ejemplo de cómo la empatía es un fracaso como guía moral es el fenómeno que se ha dado tanto aquí como en México con respecto al papel del baño. Creo que hay por lo menos dos razones por las que la gente está haciendo estas compras de pánico:
1) Por imitación: algunas personas comienzan a temer que se les acabe el papel del baño por una posible cuarentena de dos semanas y compran de más. Por ende, quienes los ven a través de redes o en los medios imitan a estas personas por una especie de escasez creada de forma ficticia. Lo mismo con el gel antibacterial y el lysol.
2) Por empatía: ante la posibilidad de contraer una enfermedad, las personas se vuelven empáticas sólo con las personas que quieren, que conocen, que saben que pueden estar en riesgo. No piensan dos veces antes de comprar de más, por si acaso, en las necesidades de su comunidad. Piensan sólo en sí mismos y en los suyos.
Ya puedo comenzar a leer, querido lector, los comentarios que vienen: pero Bruno, eso no se llama empatía sino egoísmo. A lo que voy aquí es que precisamente lo que conocemos como empatía no sirve como una medida racional para actuar de forma ética y moral para los demás. La empatía, como ha asegurado Paul Bloom, psicólogo en Yale, funciona más bien como un reflector que se enfoca sólo en algo específico. Somos empáticos con algo que podemos entender y sacrificamos a la mayoría por proteger a lo que se parece a nosotros. En este sentido, la empatía fracasa como brújula moral: nos hace comprar papel de baño y otros enseres sólo pensando en el privilegio que tenemos de poder comprarlo y dejando a los demás sin la posibilidad de hacerlo. En palabras de Bloom, la empatía “fracasa en un mundo en donde la mayoría de la gente tiene necesidades extremas y donde las acciones individuales son difusas, muchas veces tardías, y difíciles de procesar, un mundo en donde un solo acto de ayuda para un individuo en el hoy y el ahora puede causar más sufrimiento en el futuro. Así, la empatía como un reflector que ilumina sólo lo que apunta, también es un espejo de nuestros prejuicios”.
¿Qué hacer entonces ante este problema en una situación de crisis? La propuesta de Bloom y de pensadoras importantísimas como Elaine Scarry no es la de pensar en las personas que amamos como modelos de protección. No son a ellos a quiénes hay que proteger. En una pandemia, no podemos pensar en los demás como si fueran nuestros seres queridos, eso nunca funciona. Es imposible tratar a todos los miembros de nuestra comunidad como si fuera nuestra familia y ponerlos en la misma balanza. Hay que hacer, dice Scarry, todo lo contrario: “no le des más peso a tus vecinos y connacionales, quítate peso a ti y a los que amas. Haz, entonces, que todas y todos estemos al mismo nivel al hacerte menos a ti mismo, al quitarte importancia en lo individual. Piensa en ti y en los que amas en el mismo nivel en el que piensas sobre completos extraños”.
La compasión racional, no la empatía, es lo que nos permitirá dejar de cometer errores que ahonden el sufrimiento de otros menos afortunados que nosotros. Dejemos de poner a los nuestros como lo único que importa. Al cabo, no somos otra cosa que perfectos desconocidos.