Este domingo 8 de marzo un error que parecería intrascendente nos llevó, a mi novia y a mí, a la Cineteca Nacional a ver la película de Honeyland.
La intención era ver Honeyboy, pero como no alcanzábamos función en cines comerciales, una lectura imprecisa nos hizo comprar boletos para este documental que estuvo nominado al premio Óscar de “Mejor Película Extranjera”.
Manufacturada en Macedonia del Norte, esta película narra la vida de una mujer apicultora de nombre Hatidze Muratova, que vive con su madre de 85 años, misma que se encuentra postrada en cama, incapacitada para cualquier tarea, impedida de la vista y quién sabe cuántas afecciones más; en una casa-cueva en medio de un impresionante, desolado y hermoso páramo. Es la zona montañosa de Macedonia.
Una de las grandes virtudes del filme es su espectacular Fotografía. Inicia con una toma abierta de un extenso campo que atraviesa caminando una mujer, es Hatidze, en la búsqueda de uno de sus panales.
Si la memoria no me traiciona, en “Sin lugar para los débiles” de los hermanos Coen hay una toma muy parecida, sin embargo, en Honeyland se toman su tiempo para permitir que la protagonista haga todo un recorrido, incluyendo subir un inclinado y angosto risco del cual desprenderá una piedra para mostrarnos dónde tiene ubicados sus nutridos enjambres.
Casi como un mantra, cada vez que toma un panal para posteriormente dirigirse a venderlo en Skopie, la capital macedonia, pronuncia en voz alta “la mitad para mí, la mitad para ustedes”. Lo que inmediatamente muestra sus procesos artesanales de producción que permiten que la explotación de las abejas y los recursos naturales a los que tiene acceso sean sostenibles.
Como señalé, Hatidze vive en medio de la nada cuidando de su madre y sus abejas. En ese lugar los medios de subsistencia escasean, no hay luz eléctrica ni otro tipo de servicios y, para alimentarse, dependen de las provisiones que la protagonista es capaz de llevar a casa, cada vez que regresa de vender la miel en la capital.
Empecé a reflexionar acerca de la forma de vida de estas personas. No sabía si podía considerarla como una existencia idílica o miserable; cada espectador definirá su concepto de “buena vida”. Las ventajas son vivir en medio de una naturaleza que respetas y te parece suficiente, sin la necesidad de relacionarse o soportar a otras personas, y con los medios naturales para satisfacer las necesidades básicas.
Por otro lado, Hatidze solo tiene a su madre, de quien se ocupa y que se encuentra al final de su vida, por lo que pronto estará sola. Asimismo, se encuentran lejos de la posibilidad de disfrutar cualquier servicio o atención humana, salvo que ellas llegasen a desplazarse hacia la ciudad, y por último, para muchas personas “curiosas”, la imposibilidad de dispersarse en algo que no sea el entorno natural podría considerarse un infierno.
Finalmente, este dilema desaparece cuando irrumpe en la vida de la apicultora, una familia integrada por los padres, cinco o seis hijos y unas cuantas cabezas de ganado. Además de ser una familia de escasos recursos, son ruidosos y con hábitos violentos o primitivos, no obstante, la necesidad del padre de brindar medios de subsistencia a los suyos, los lleva a instalarse en aquél lugar, del cual también se aprovechan para incursionar en la apicultura.
La irrupción de estos intrusos plasma una nueva línea argumental en el filme, ya que la necesidad de mantener a más individuos de los que la naturaleza y sus recursos pueden sostener, lleva a la sobreexplotación de los panales por parte del padre de familia, causando que las colmenas o enjambres desaparezcan.
Asimismo, parte del ganado enferma y empieza a morir, lo que afortunadamente para las antiguas ocupantes del espacio, orilla a la familia emigre nuevamente.
El drama de este documental reside en el cuestionamiento sobre el desarrollo de la civilización, los modos de producción y la lenta pero progresiva desaparición de las actividades artesanales como medio para el desarrollo personal.
Al final de la película, la madre de la protagonista muere y ella, ahora sí, termina sola en medio de la nada. Los últimos minutos del filme nuevamente nos muestran a Hatidze en la búsqueda de un panal que le permita subsistir y permanecer en estas mismas condiciones; ella lo encuentra y parece estar feliz con la posibilidad de continuar siendo indiferente para el mundo.
Escuché en una cápsula de Cine Aparte, de Fernanda Solórzano, que cuando los directores-documentalistas contactaron con Hatidze y le contaron del proyecto, ella respondió que su sueño siempre había sido que alguien la filmara caminando por el campo.
Es decir, la protagonista tiene conciencia de lo trasgresora que puede ser su historia, no porque pueda resultar agresiva para el espectador, sino por la capacidad que tiene una vida tan aparentemente básica de perturbarnos.
Si tiene oportunidad de verla en alguna sala de cine, por favor, no dude en acudir. Su satisfacción está garantizada.