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miércoles, agosto 20, 2025

Una pobreza que aún no termina

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Camila y Marcela tuvieron muchas diferencias, pero igual fueron muchas sus igualdades. Ambas gestaron, y repito, ¡gestaron!, porque nunca de los nuncas sus gestaciones les embarazaron sus vidas por haber cometido o les hubieran cometido algún delito sexual, ni por haberse ocupado en algún “pecado de la carne”. Quizá, por estos “pecados de la carne” deriva el horrible mote de llamar embarazos a las gestaciones. Cierto, habrá casos en que una gestación embarace la vida de la gestante, pero aun en ellas debería decirse: gestación no deseada.

Pero esta no fue la situación de Camila ni de Marcela, porque ellas, en las comunidades en las que vivieron, orgullosas mostraban el crecimiento y el desarrollo de sus hijos, quienes anidaban en sus entrañas. Y el tiempo llegó, cuando sus hijos empezaron a tocar las puertas de sus bajos vientres porque había llegado la hora de ver la luz.

En “ver la luz” estaba, cuando vino a visitarnos Mario, nuestro nieto, para darnos la grata noticia de que este próximo mes de septiembre iniciará su posgrado en Ciencias del Neurodesarrollo en el King’s College London, en Inglaterra. Mario es médico, por lo que nos enganchamos en el tema que ya traía en mente, y de él partió la pregunta sobre la diferencia que existe en la actualidad entre la medicina veterinaria y la medicina humana.

Aquí me vino el recuerdo de cierta mañana, cuando una señora se sentó en la misma banca en donde yo me encontraba y ahí le pregunté por el nombre de su perro:
—Es niña —me dijo—. ¡Se llama Rut! —respondió ofendida por haberle llamado animal a su Rut.

Enseguida le comenté a Mario sobre una consulta que habíamos conseguido para Carmen (quien por una caída se había fracturado el fémur y, ya atendida su fractura, buscamos a una médica de talla internacional experta en metabolismo óseo). La fecha más próxima que tenía disponible estaba a dos meses de distancia:
—Pero déjenme sus datos, por si alguien suspende su cita, les llamaríamos.

A los dos días, el asistente de la experta nos llamó:
—Hay un lugar para el próximo miércoles.

La aceptamos.
—Les voy a enviar por WhatsApp la lista de los exámenes que deberán traer al acudir a la cita —y categórico remarcó—: deberán traerlos todos.

Acudimos a la cita. La profesional nos recibió con cubrebocas y guantes de goma.
—Buenas tardes —nos devolvió el saludo mientras revisaba los exámenes, y siguió viendo las radiografías, las tomografías, dos resonancias y hasta un PET scanner llevamos, porque hubo ciertas dudas de que hubiera sido un cáncer la causa de la fractura (que, por fortuna, no fue).

Enseguida le tomó la presión arterial, luego la subió a una báscula portátil, y en aquella aséptica relación le dije:
—Nos recomendaron con usted…
—Ah, qué bien —respondió a secas.

Elaboró su receta, no nos dio nueva cita.
—No creas, Mario, que estoy exagerando.

No surtimos su prescripción porque no nos gustó aquella fría y mecánica relación.

—Nino —comentó Mario—, no creo que la doctora haya tenido algo personal en contra de ustedes. No.

Ciertamente, la actitud de la doctora nos habla de cosas del tiempo, pero también enseña el perfil de su personalidad.
—Sí, Nino —intervino Mario—, son cosas del tiempo. En las escuelas de medicina se le da poca importancia al gran valor que tiene la Historia Clínica, que es la historia de vida de las personas. En ella se puede encontrar la causa de su padecer, y ahí uno como médico puede enseñar a las personas a que aprendan a modificar aquellos hábitos de su vivir que pudieran ser la causa de su padecer.

En cambio, en los hospitales, y más en los de tercer nivel, lo importante es curar las enfermedades. Ahí, la bioquímica (exámenes de sangre y demás fluidos corporales), los estudios de tejidos (órganos, células, moléculas…), y la imagenología son las que indican al médico el curso de la enfermedad. Esto es fabuloso para la curación, pero también es una gran limitante porque el médico solo ve pedazos, y hasta pedacitos de tejidos, olvidando que esos pedacitos son partes de la totalidad funcional de una persona.

También, en nuestra medicina se le da poca importancia al estudio de la psicología humana, y la práctica de nuestra medicina es la relación de dos personas, igual de necesitadas: de un lado, quien padece una enfermedad; del otro, el profesional de la medicina, quien necesita atender enfermos porque son ellos quienes le dan el sustento económico para poder hacer la vida que hace. En cambio, en la medicina veterinaria, la psicología es de primer orden para poder ganarse la confianza del animalito.

Le comentaba sobre las diferencias y similitudes que hay entre Camila y Marcela. Ciertamente no se conocieron, puesto que Camila (mi abuela) estuvo tres días pariendo, atendida por la comadrona de su barrio, esto fue por allá por los años de 1910. Y ella, la madre de mi padre, de tanto esfuerzo por parir estaba exhausta. La familia se vio obligada a buscar un médico y mi padre, siendo niño, salió en busca de un eminente médico —el doctor Ayala, recién llegado de Francia, quien con el tiempo sería maestro de mi padre, y años después un hospital del IMSS en Guadalajara llevaría su nombre—. Él le realizó una versión interna (introdujo su mano al útero de aquella agotada mujer, buscó los piececitos y jaló; enseguida parió a su segundo gemelito).

Marcela, tataranieta de Camila, 115 años después, duró pariendo a su hijo más de 36 horas. Ignoro si fue por insistencia de la familia para que tuviera un parto vaginal, o por descuido del médico que no supo valorar los riesgos de un parto que ya era distócico, o por cuestiones de la economía de las aseguranzas. El caso fue que el tatataranieto de Camila nació con el cráneo un poco alargado (como si le hubieran puesto unas tablas, como lo hacían los aristócratas mayas para deformar el cráneo de sus hijos). Los huesos pélvicos de Marcela eran estrechos, se presentó un sangrado profuso y un gran desgarro en el cuello del útero. El desgarro se reparó.

A los dos días, el sangrado vaginal aumentó. El ultrasonido descubrió restos placentarios; requería de un legrado uterino, pero quien realizaba estas intervenciones solo las hacía los miércoles y los viernes, y aún era lunes. Además, el seguro tenía que autorizar la intervención…

Camila tuvo una “fiebre puerperal”, una grave infección uterina (y aún no se descubría la penicilina). Las fiebres le impidieron amamantar a “los Chabelitos”. Uno murió a los ocho días y el otro a los doce, ambos murieron de hambre. El doctor Ayala cuidó a Camila sin cobrar un cinco.

A Marcela le practicaron el legrado el miércoles, la impregnaron de antibióticos. Ella está recuperándose satisfactoriamente y su hijo, pegado a los pezones de su madre, reivindica con su vida la corta vida de aquellos “Chabelitos”.

En cuanto a las igualdades y las diferencias entre Camila y Marcela, le ruego, amable lector, que las busque y enseguida me las cuente.

Pero ni quién lo dude: la pobreza tiene múltiples manifestaciones.

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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