Mis tres pasiones dominantes nublan mi juicio, el cual procuro educar con intensidad para alcanzar un criterio prudencial que rija mis acciones. La belleza de las mujeres, la sabiduría de los libros y el Real Madrid me hacen perder los estribos. Siempre he defendido que existen dos tipos de hombres: los que se extasían contemplando la mirada de una mujer atractiva y los que se refugian en la hermosura de las letras. En mi alma convergen esos dos sentimientos intensos. Me defino como un alma sensible que goza leyendo y se deleita con el encanto de las damas.
El fin de semana pasado preferí dedicar mi tiempo a los libros. Mi cita fue con una inmensidad de libros y editoriales que compiten entre sí para ser adquiridos por sus juzgadores. Asistí a la Feria Internacional del Libro en el Zócalo 2024. El histórico Zócalo siempre garantiza un encuentro con “la demasiada gente” y las ferias de libro aseguran una variedad de personas, perfiles diversos que por intereses dispares van en búsqueda de algo que sacie su alma o resuelva sus problemas desde los más superficiales hasta los existenciales. Espíritus agobiados, optimistas sin remedio, intelectuales, académicos, infantes y curiosos se acercan con ímpetu y con quincenas acumuladas para intentar descubrir obras literarias o motivacionales que calmen sus ansias de saber. La mayoría de los títulos comprados se suman a interminables listas de libros por leer que nunca serán leídos.
Mi experiencia fue grata. La buena organización de las editoriales me permitió revisar de reojo miles de libros. Recorrí con velocidad los templetes de las editoriales para adquirir un panorama completo de sus productos. No me considero un experto en ferias de libros, pero he acudido a algunas. El error que quería evitar era el deslumbramiento por las editoriales comerciales y su intensivo marketing que atentan contra la cartera antes, siquiera, de encontrar las obras cumbres de la humanidad a costos accesibles.
Las ferias del libro son una oportunidad única para encontrar obras de antaño a bajos precios, hay que fijarse en las distribuidoras independientes que están rematando libros editados con alta calidad. Mi objetivo era ir por ellos. El problema es que la turbamulta en Planeta, Porrúa, Océano, entre otras., despertaron mi curiosidad y decidí acudir a ellas. No me contuve ante tantas portadas atractivas, terminé comprando las novedades a precios similares a los que se encuentran en Ghandi.
¡Caí en la trampa de la que era consciente y que quería evitar! Mis fondos se iban agotando y mi compulsividad por las compras no paraba, hasta que mi amigo, filósofo de carrera y empresario de profesión, me advirtió. Mi desacierto de novato me estaba impidiendo llegar con los recursos necesarios a las obras antiguas, las verdaderas joyas de esas ferias.
Cuando pude librarme de las grandes editoriales, encontré las colecciones que estaba buscando editadas por la UNAM o por el Fondo de Cultura Económica: las obras de Esquilo, de Sófocles y Aristofanes. Compré algunos de esos tesoros que son patrimonios de la humanidad, indispensables en cualquier biblioteca casera que se respete.
Mi personalidad inquieta me hizo voltear a ver las obras de las editoriales caras que uno puede consultar, la mayoría tienen en común que editan filosofía: Alianza, Herder, Trillas, etc. Leer filosofía es caro y en muchos casos, inteligible. Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y Kierkegaard no solo consumen mi inteligencia, agotan mi dinero. Mi derroche en ellos limitó mi objetivo de enriquecer mi biblioteca con títulos fundamentales de la literatura clásica. Estatizado y paralizado en esos pensadores por los últimos dos años de mi vida, recurrí a mi lugar seguro y no me permití explorar novedades ni nuevos autores interesantes.
Las 6 horas intensas en el Zócalo, engentado, hicieron que mis pies, mi cabeza, mi estómago y mi pobreza me invitaran a salir huyendo del Centro Histórico. Presuroso, entre empujones, veía el final de la inmensa feria, pero en el último lugar de mi recorrido, encontré a $80 la Guerra de las Galias de Julio César editado por la Máxima Casa de Estudios. La tentación fue grande. Vencido por el anhelo del saber revisé con lentitud mi bolsa del pantalón, me quedaban $100, sin dudarlo se los entregue a la amable señora que cobraba. “Dominaré el arte de la guerra y de la política estudiando las estrategias del general invencible en el Imperio Romano”, fantaseé en mi infantilidad.
De regreso a casa, cargando una bolsa pesada y repleta de sabiduría, empecé mi lectura con mis nuevos juguetes. Desembolsé los libros como un niño que abre los regalos de Navidad. El primer elegido fue el Gatopardo de di Lampedusa, un clásico infravalorado entre las grandes obras. Entradas las horas en esa maravillosa novela, descubrí que era de madrugada. Ni ganas de reportarme con mis amigos para salir de farra me dieron por el inmenso dominio que ejerció en mí tan encantadora compañía. Como el aristócrata Don Fabrizio Corbera, pasé una noche despreocupado, de introspección y soledad para analizar la complejidad de la realidad social que se encuentra eternamente en disputa entre la tradición y la modernidad. No estaba rodeado ni era bendito entre las mujeres en algún bar o antro, pero sí de grandes mentes que han moldeado y descrito la historia de la humanidad.