La actividad política por excelencia es el diálogo. Comúnmente ocurre en el espacio público, en la polis, en la ciudad. A través de él, convergen dos personas distintas que confrontan o concilian sus pensamientos. En las diferencias, definimos la identidad y reafirmamos o cuestionamos los ideales. Jugar con ideas ajenas amplía nuestra percepción de la realidad. Una buena conversación transforma, amplia horizontes y genera tensiones internas que permiten el fortalecimiento de nuestras justificaciones. El psicoanalista charla para versarse en nuestra conciencia, el buen debatiente escucha los argumentos para contestarlos con ingenio, el parlamentario observa, analiza e interpreta la realidad con diálogos para construir un mensaje que convenza a sus opositores de mejoramientos sociales.
El diálogo teje los acuerdos, la armonía, la resolución de conflictos, la pacificación, la unidad y el conocimiento. La cultura del diálogo fue valorada en el espacio público gracias a su máximo exponente: Sócrates – sus diálogos, escritos por Platón, definieron al pensamiento occidental–. El gran protagonista del método de la mayéutica, método que permite comunicar lo que sabemos y conocer lo que no sabemos. El diálogo implica atención, escucha, cuestionamientos, confrontaciones internas y apertura intelectual. La cultura del diálogo es un presupuesto necesario para la posibilidad de una democracia plural. La pluralidad es el sueño de la humanidad: un sistema político sin discriminación, que proteja a las minorías, erradique los abusos y permita ejercer la libertad individual y construir la igualdad.
En su esencia, los buenos conversadores son plurales, se esfuerzan por comprender al otro, respetan al que piensa distinto. Sus juicios son moderados, prudentes y audaces. Practican el arte del acuerdo. Unifican, no dividen. Entienden que la realidad es compleja y no es binaria porque, aunque compartimos la condición humana, cada persona es peculiar y singular, fruto de sus experiencias personales, sus traumas, sus deseos, su genética, su cosmovisión, etc. La única condición para el diálogo es el respeto al otro, un amor natural a la condición humana. El que dialoga, empatiza, acepta y es flexible. Cree en la dignidad humana.
Lo contrario al diálogo es la violencia. La violencia es muda y agresiva. Impone. Apela a los miedos del otro, le teme a la diversidad. El violento es rígido, desprecia a parte de la humanidad, a la que es distinta a él. Reduce al mundo a sus propias convicciones. Los golpes no saben de razones ni de palabras. Los insultos no permiten respuestas. La descalificación fomenta al odio, es binaria, divide entre buenos y malos. Su objetivo es criticar sin comprender. Los oradores que no dialogan profieren monólogos, hablan sin escuchar, se vanaglorian de ser aceptados por su grupo de confianza, detestan o ignoran a las diferencias.
La democracia plural entra en crisis cuando la cultura del diálogo es destruida. Toda pluralidad en esencia fomenta el diálogo. El acto máximo de la política –y posiblemente de la razón– es el diálogo, por ello llamamos al poder legislativo, parlamento que proviene del verbo latino: parlar, hablar. Es ahí, el lugar en donde las minorías dialogan con las mayorías con la finalidad de llegar a acuerdos en conjunto, conciliar y construir por el bien de todos. Los padres fundadores de Estados Unidos lo tenían claro, por ello su primer lema como nación fue: “E pluribus unum” que significa “de muchos, uno”. Su fortaleza democrática estaba en aceptar las diferencias entre las colonias y, con el diálogo, fomentar acuerdos que los unieran. Su federalismo se fundó en un axioma: la unidad de la pluralidad.
Los autócratas contemporáneos se disfrazan de demócratas. Les encantan los discursos. Declaman en imperativo, dan órdenes sin aceptar crítica, insultan sin respetar e ignoran a sus contrarios porque los detestan. No son capaces de construir una visión de nación en conjunto con los otros, ante la primer incomodidad, los descalifican y buscan su desaparición. Se esconden en el apoyo de la voluntad popular para destrozar a sus opositores. Intentan definir el rumbo del pueblo describiéndolo como un fenómeno homogéneo, no reconocen las disparidades entre la ciudadanía. Ellos no dialogan, predican y mandan. Se perciben demócratas por el hecho de ser reconocidos así por sus simpatizantes, pero son incapaces de aceptar la pluralidad. Su visión política es todo menos democrática porque sin pluralismo no hay democracia y sin una cultura de diálogo, no hay pluralismo.