Todos ejercemos poder.
Hay dos tipos de poder: el que trasciende y el intrascendente.
El poder intrascendente requiere del esfuerzo del 90 por ciento de los recursos, tiempo y ánimo; es aquel efímero, momentáneo y simbólico que se diluye a partir del momento que concluye.
Por ejemplo, el homenaje que se le brinda a una persona, la muestra de respeto o miedo que se le tiene a una figura pública, no a la persona, sino a la figura pública en un extremo, el miedo o respeto que infunde un soldado o un policía.
Otra óptica de este poder intrascendente es ese que las personas se procuran para sí mismos al exigir que les digan ‘don señor’, que le antepongan un título a su nombre, que la gente guarde respeto o silencio cuando entra; ese silencio que va mas allá de la cortesía.
El poder intrascendente esta representado por las expresiones de ego que las personas muestran a los demás. Por ejemplo, el tamaño de la firma o la pared llena de diplomas desde el preescolar hasta el curso anticovid del IMSS.
Por otra parte, el poder trascendente es aquel que impulsa, motiva y lleva a la persona a ocupar menos reconocimiento externo (porque tiene el propio) y ser más ella.
Ahora bien, no se trata de no prepararse, se trata de prepararse para trascender, de prepararse para influir positivamente en sí mismo y en los demás.
Así que el poder que trasciende es aquel que modifica el curso de los acontecimientos, aquel que modifica la forma de actuar, pensar, sentir, vivir y ser de las personas a su alrededor.
La historia está llena de ejemplos de personas cuyo poder cambió la circunstancia personal, familiar, comunitaria e incluso la de una nación.
Dos ejemplos genéricos: un profesor que se esfuerza para que sus alumnos aprendan, se motiven, mejoren su desempeño, o un personaje público que encabeza una iniciativa que afecta de manera positiva a un sector de la sociedad.
Todas las personas ejercemos poder: cada uno decide si es para bien o para mal, si trasciende o no trasciende, si representa lo que somos y queremos ser.