Por Omar Gámez Navo
En una búsqueda particular, en la forma y fondo, el autor, Carlos Sánchez, se transporta, se mimetiza, en la voz del adulto que recoge la memoria del niño.
Como si descorriera la casa de sus vecinos, como si habitara en los hogares de su colonia, y el suyo mismo, Sánchez poetiza y narra las vicisitudes, desdichas, festividades y tragedias desde el punto medular de la existencia que es la casa de la abuela.
“Todos tenemos una herida, una derrota, un gol de media cancha, una caricia y un manotazo desde la abuela, para muchos la patria verdadera”, apunta el escritor sobre los argumentos de su más reciente obra poética-narrativa.
En El árbol de los frutos muertos (ed. MAMBROCK 2023) se expone y explora la intimidad del seno familiar (parecerían que todos los senos familiares son disfuncionales) y ante esta premisa, el contenido de El árbol… arma su propio rompecabezas en el cual los personajes protagonizan la existencia de una familia que nació muerta, metáfora de la presencia implacable del desamor.
Si no hay amor, no hay vida, parecería advertirnos Carlos Sánchez, quien construye y retrata de manera minuciosa los perfiles de los personajes, y acontecimientos trascendentales que apuntan a la existencia de una novela o post novela que subyace en el cuerpo de la trama.
Es necesario hacer una pausa, han advertido algunos lectores, salir a respirar a intervalos de la lectura, porque este es un libro que habla de una manera particular de la muerte, con la estética y cadencia que contiene la selección precisa de versos y oraciones.
Con esta obra, Carlos Sánchez, se sumerge en un manual innovador al momento de asirse de los recursos, vanguardistas, de contar la vida para llegar a la muerte.
Luego de sus obras que anteceden, Matar; Linderos alucinados; Para ti no habrá sol; En el mar de tu nombre, entre otros títulos, estamos acudiendo, los lectores, a la cita con un estilo que, si bien nos obliga a leer, detenernos y releer, nos convoca también a un diálogo con el autor y sus personajes.
La brevedad y concisión en la literatura siempre será plausible. Y se agradece.
Muestra breve del contenido:
Le ponía de buen humor. Era la lluvia. Sacudía la higuera. Cantaba al son del fuego y en un traste de barro pasaba las horas cocinando. Antes de entrar la noche salía al porche para llamarnos con el sonido de cucharas. A esa hora la radio era un cuento con música de fondo y palabras de misterio. En derredor de la mesa degustábamos historias con mermelada de higo.
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Un laberinto. Un perro que se arrastra. El hambre de todos los días. El ladridoaullido. Los palos en la cabeza. El grito como gota de agua. Otra vez. La bruma en el viento. Asomarse al día y encontrarlo ausente. Las paredes altas. El techo de lámina. Las vigas como un reloj de arena. Afuera dicen que se inscriben otras historias de alegría. Aquí no, niño, aquí no. En esta casa, no.
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La abuela recobró su integridad cuando supo que la Silvestre regresaba a la casa. Se la trajeron con cuatro hijos a su lado. Entonces la familia se llenó de fiesta. Reiniciaron las batallas campales en medio de la sala y se extendieron hacia el corral. Supimos que la salud de la madre grande mejoraba cuando aventó unas tijeras contra Fidencio, el único varón entre sus hijas.
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A los sesenta años nadie puede parir, espetó contra mi cara la abuela cuando le pregunté: ¿qué tal si tienes otro hijo? Volvió a la estufa con su cuchara de madera. Sirvió un par de huevos pasados por agua. Yo me fui a la ciudad con los periódicos debajo del brazo. A vender entre los conductores un poco de libertad y mi infancia.
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Volví a la tarde para enterarme de la ausencia de la Oscura, mi tía la sexta de los hijos de la abuela. Pasaron las noches y el frío era silencio. Novedades, ninguna. El rosario en boca de la familia se convirtió en fotografía a lado de un San Judas Tadeo.