Columna ContraCanto
Descender por la escalera. Medio día y las tortillas envuelven frijoles de lonche. Una canción en la fuente de sodas recorre el viento y me llega. Me instalo en la planta baja de este edificio que está en remodelación desde hace un par de semanas. De niño mi padre me traía a ver las calderas donde se hace la cerveza. A la salida le regalaban una botella de High Life. Su sonrisa está en mi mente, pero no puedo describirla. De un trago miraba el fondo oscuro del cristal. Le sudaba la frente.
Esas calderas forman parte de nuestra historia. Las recorríamos con las manos para sentir la humedad de la cerveza en ciernes. Adentro un ronco sonido era la esperanza para el fin de semana de mi padre que sentado esperaba el horario de las funciones sabatinas de box. Con su botella en la mano. Tripitas e hígados fritos en una charola. Le entusiasmaba el cartel y era su ídolo Pipino Cuevas. Cuánto le dolió aquella derrota contra Tomy Hearns, la Cobra de Detroit.
Miro los carros correr en procesión. Adónde irán con tanta urgencia los conductores, me pregunto. El mantel donde desenvuelvo los tacos es de franela y una flor negra bordada en la esquina es el recuerdo de los dedos de mi madre. La confeccionó para padre. Le acompañó en sus comidas muchos años en el taller de refrigeración. Lo descubrieron con ella en sus manos, sujetándola a la altura de su pecho. Con los lentes en el suelo y reposando los tacos de frijoles, un medio día tuvo que irse del trabajo, de la vida. Infarto al miocardio, dijeron los paramédicos que sólo alcanzaron a llegar para dictaminar.
Mi madre acostumbra desde entonces envolver los tacos en esa franela de la negra flor. Es como si tu papá no hubiera muerto, me dice por la mañana mientras escucha la radio y envuelve el lonche. Si aquí viene cada tarde para que le sirva su café caliente, y mira, ahí está su charola lista para las botanas del sábado.
Sucede a menudo que al regresar de mi trabajo madre es una marea tierna moviendo sus faldas al ritmo de las canciones. Baila los valses como si padre la guiara con sus manos en la cintura. Luego dialoga al viento, construye proyectos, dice que el domingo irán a la alameda, para no perder la costumbre de bailar junto a otras parejas.
En el termo hay café, y una calca con su nombre en letras rojas. Lo ganaron en una feria, en el juego de canicas. Hicieron los puntos suficientes, el recipiente entonces le costó sólo cinco centavos. Esa tarde, insiste mi madre antes de dormir, tu papá venció al diablo, le pegó en la pura frente con las pelotas de beisbol. Le dieron de premio la olla de barro, la que está en el porche, donde el agua siempre fresca le ayuda en esos domingos de resaca.
Que poco dura el receso. Los tacos apenas bajan y ya las herramientas me acosan. Debo ascender por la escalera hacia la azotea, desconectar las calderas que ya cambiarán de lugar. Mi padre no creería si le contara que me tocó modificar esa fábrica de cerveza que le provocó sueños y sonrisas, lucidez, alegría contra el cansancio de rutina.
Me tiemblan los pies, las manos. Cómo desconectar las válvulas, mover el metal cobrizo es la posibilidad de sepultar la ubicación de la caldera que fue nuestro divertimento semanal. Deseaba, sigo deseando, que los fogones permanezcan allí para siempre. Moverlos será tan doloroso como ese nocaut a Pipino Cuevas.
El viento de las canciones que vienen de la fonda me llena el rostro, recuerdo a madre bailando de la mano de padre. La veo alistarse con su falda larga. Él con zapato de charol, camisa blanca, pantalón negro, tirantes color marrón. Su sombrero impecable.
Con la llave medida tres cuartos, marca Snapon, española, aflojo la conexión de la válvula. No tardará en llegar la grúa industrial. Respiro. Hago una pausa, me asomo hacia la calle, el vértigo me convoca a saltar. Podría cumplir mi sueño de no cambiar de posición la caldera, y volar. Y tal vez esta tarde, por fin, verlos bailar otro vals.