ADVERTENCIA:
No lea este texto si no ha visto el tercer episodio de la serie The Last of Us, producida y distribuida por HBO Max.
Ahí, de pronto, en medio de la catástrofe universal que nos llega aún más hondo después de tres años de pandemia, está la aparentemente breve potencialidad del amor. Sin embargo, no es ese amor trillado y siempre ridículo de las comedias románticas al estilo The Notebook. Vemos, casi al filo del cañón de una pistola a punto de disparar, a un hombre que mira a otro hombre en el peor de los escenarios, con todo en contra, en plena soledad.
Déjenme retroceder un poco. The Last of Us es la adaptación televisiva de la serie de videojuegos del mismo nombre que fueron publicados a partir de 2013, exclusivamente para las consolas PlayStation. De forma muy breve, la trama de los juegos se centra en los Estados Unidos dos décadas después de una pandemia de una cepa del hongo Cordyceps, el cual transforma a la inmensa mayoría de los seres humanos en distintas variedades de autómatas o zombis. El hongo controla el cerebro del infectado y lo lleva a morder a otros seres humanos para continuar el ciclo de infección. En cuestión de días, la humanidad termina reducida a comunidades autónomas bajo regímenes militares en zonas de exclusión. En el juego, Joel debe trasladar a una adolescente de 14 años, Ellie, a través de las vastas planicies de Estados Unidos. Aparentemente la chica es inmune a la infección y es el indicio más prometedor de que pueda encontrarse una cura.
Hasta aquí, más allá de la innovación del juego ante la vieja historia de zombis que data por lo menos de los años treinta, lo que me interesa discutir hoy es el tercer episodio de la serie. Titulado “Long, Long Time” como la canción de Linda Ronstadt – la cual es crucial para el viaje sentimental del capítulo – y publicado el pasado 29 de enero, este episodio ha marcado, en mi humilde opinión, un parteaguas en la manera en la que pensamos la televisión contemporánea y las representaciones de la masculinidad en nuestro tiempo.
En el episodio seguimos la historia de Bill, un hombre sumido en teorías conspiratorias y que ha acumulado una gran cantidad de recursos para sobrevivir una catástrofe: armas, generadores de electricidad, explosivos, materiales de construcción, etc. Bill termina siendo el último habitante del pequeño poblado de Lincoln, Massachussets cuando comienza la pandemia en el año 2003. Cuatro años más tarde, un hombre cae en una de sus trampas justo fuera del perímetro de seguridad que Bill puso en el pueblo. Hasta aquí, la historia no pone nada nuevo sobre la mesa. Nos recuerda, de hecho, a otras historias similares como en The Walking Dead. Sin embargo, justo después, la historia da un giro inesperado.
Bill deja que Frank, el hombre al que encuentra en su trampa, se de un baño y coma con él. A partir de ese momento y durante el resto de la siguiente hora, lo que nos muestra el episodio no es otra cosa que la historia de amor de estos dos hombres que aprenden a quererse en el fin del mundo, a descubrir formas de ser uno para el otro y de vivir en la inmensa soledad de la catástrofe.
Además del brillante guion de Craig Mazin, que lleva una carrera impecable especialmente después de escribir Chernóbil también para HBO, lo que más nos conmueve es que somos partícipes de veinte años de esta pareja que envejece de formas dispares, que se ama de formas convencionales y complejas, que busca maneras de seguir vivos el uno con el otro. La escritura del guion es tal que no necesitamos grandes hazañas ni una gran cantidad de elementos para entender la vida de estos dos personajes que tienen por lo menos cuarenta y tantos años. Vemos, al revés, veinte años a través de los pequeños detalles que los hacen odiarse a ratos y quererse siempre. Frank pinta obsesivamente; Bill riega las plantas obsesivamente. Frank recupera las pequeñas tiendas del pueblo; Bill cuida el perímetro y busca cómo usar los recursos de la forma más eficiente. No podrían ser más distintos.
La repuesta del público ha sido en su inmensa mayoría positiva. Hay ciertos sectores de la población que siguen proyectando su homofobia y han ido a darle malas reseñas en diversos sitios de internet. Sin embargo, esta historia no podría haber sido de otra manera, me parece. Si en su lugar hubiéramos visto a una pareja heterosexual en su juventud, nos resultaría cursi y trillado. Ya lo hemos visto hasta el hartazgo. Pero aquí, lo cursi deja de serlo porque nos damos el permiso de querer a estos personajes por lo que son, de vernos también en ellos, de saberlos como esos amigos, hermanos, padres, conocidos que tenemos en nuestras vidas y que se aman de la misma manera.
Aquí, por fin, vemos en la era de oro de la televisión eso que hemos sabido desde hace ya muchos años y nos negamos a aceptar del todo: la homosexualidad es una forma de ser hombre, una forma de la masculinidad. Es, más que otra cosa, una forma del amor más puro.