Conocí a Federico Campbell cuando yo era un adolescente de trece años en Hermosillo, el día en que recibió un homenaje en el Encuentro Hispanoamericano de Escritores Horas de Junio .
Otra ocasión en que lo vi, mi madre conducía el auto, el escritor iba de copiloto. Nos dirigíamos al Festival Alfonso Ortiz Tirado a la Ciudad de los Portales, Álamos, Sonora. Él, como buen narrador, con el arrojo ininterrumpido de su particular genio, contaba cualquier cosa y la volvía interesante. No le paraba la boca; cada sílaba era un relámpago elocuente, porque se sabe que los de buena pluma pueden hacer de un alfiler la joya más preciosa.
Al mudarme de mi tierra natal a la ciudad de México, viví por un tiempo en la calle Juan Escutia de la colonia Condesa. Su hogar me quedaba a pie, a menos de cinco minutos caminando. Un día fui a llevarle unos libros que me encargaron. Éramos, pues, vecinos. Acudí a su casa. Tomamos un café. Una casa de dos pisos en la calle de Jojutla. Si es que tenía algún librero en la planta baja pasó desapercibido a mis ojos, pero recuerdo nítidamente que en la segunda había una gran colección de ejemplares. Guardo en mis estatnes algunos libros de su autoría.
Federico era un trotamundos. Si no se encontraba en Tijuana, estaba en Álamos, en Rosarito, en Navojoa, en Obregón, en Los Mochis.
En una ocasión me encontraba cenando con un amigo en una conocida fonda de la calle Michoacán de la Condesa donde venden hamburguesas. Restaba poco tiempo para acabar de comer cuando lo veo caminar con un libro bajo el brazo y alcanzó a escuchar mi voz: “¡Federico!”. Enseguida, con la mirada extraña de un ente analítico por excelencia, como si usara gafas, se dio cuenta de quién le gritaba.
Sin pena ni gloria, como si en el mundo no existiera el espacio, el novelista se acercó a nosotros. Saludó. Se sentó y pidió una Coca Cola. Mi amigo no tenía ni idea de quién era Genaro García Luna. Casi de inmediato, como si no nos hubiéramos dicho “hola”, comenzamos a hablar de política. En ese entonces gobernaba Calderón. Hablamos de este último y de Genaro García Luna. “Ese hijo de puta”. Le hablé de Anabel Hernández, esa valiente periodista dedicada a denunciar a delincuentes de cuello blanco, entre ellos el mismo Genaro, desde luego. Le hablé de los libros que estaba leyendo. Entre ellos, uno de Bachelard. Se quedó extrañado, como si no supiera de quién se trataba. Pero por supuesto que lo sabía, tal vez se asombró de que yo lo conociera. Era un gran lector, de los más grandes de México.
Federico tenía una gran destreza para recorrer cada recodo de la colonia Condesa. Armando Alanís cuenta que tenía una forma de narrar muy especial. Pasaba cerca de algún bar, café o restaurante después de haber ido a adquirir algunos libros en la librería del Fondo de Cultura Económica de la misma zona, y sus colegas y admiradores lo llamaban para que se acercara y conversara. Él accedía a la invitación al diálogo. Era un escritor que no discriminaba condición alguna. Es decir, un escritor rico.
Tengo el gran honor de que Federico haya acudido en 2009 a uno de mis conciertos en el conocido Café 22, ubicado en la calle Fernando Montes de Oca de la Condesa.
Después de salir de camerinos, ya afuera, cuando el público había abandonado el recinto, aquel día en que sentí felicidad por el lleno total, Federico fue a su casa por un paraguas pues tenía el pendiente de entregar unos libros a alguien. Llovía a gota gorda. Al volver no me dijo nada con respecto a qué le había parecido el concierto, pero tiempo después publicó en mi página un comentario que decía: “Me declaro fan de Pablo Aldaco”.
Federico “el memorioso” partió feliz de este mundo tempestuoso. Federico el melancólico, el maestro del análisis, partió, pero quedan sus libros. Sus libros son su vida eterna.