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sábado, octubre 26, 2024

Hasta 900 platos de comida al día reparte “Don Chemo” a niños y migrantes en sus comedores de Miguel Alemán

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Miguel Alemán, Sonora.- De niño, Ancelmo supo lo que era el hambre. A sus 11 años emigró junto a su familia desde Guachochi, Chihuahua para buscar trabajo en los campos agrícolas de Sonora. Más tarde, en su vida adulta, se reflejó en los ojos de muchos niños que le recuerdan a él mismo, porque muy poco ha cambiado en el Poblado Miguel Alemán.

“Yo llegué aquí al pueblo como está viendo a estos niños: así como ellos, emigrando, buscando la oportunidad de salir adelante y pues con mucha hambre, como ellos, la verdad”, dice en una de las sillas del comedor que fundó hace 13 años para que a ninguno de los 300 niños y niñas que recibe diariamente le falte un plato de desayuno ni otro de comida.

Ancelmo Ayala Corral tiene 50 años y de cariño le dicen “Don Chemo”. Su comedor, llamado “Unidos por Miguel Alemán”, ubicado en esa localidad perteneciente a Hermosillo, consiste en un galerón que funciona como cocina, sólo con una estufa industrial, un refrigerador pequeño y un patio con un tejaban de lámina que da sombra a decenas de sillas y mesas.

Con dinero de su propia bolsa, donaciones y por obra de Dios, asegura, la comida no ha hecho falta aún cuando reparte hasta 900 platos diarios, entre el comedor de los niños y otro más que dedicó a personas migrantes y adultos mayores.

“¿Cómo voy a olvidar lo que yo sufrí, lo que lo que la vida me enseñó, lo que es el hambre, lo que es el dolor?”, contó Ancelmo, “no sería humano no recordar y hacerme que no lo sé. Gracias a Dios fue una escuela muy bonita y pues ahora, al ver sufrir a tanto niño descalzo y con hambre, como yo llegué, sería muy triste decir que no es mi problema”.

Al mediodía, el comedor se convierte en risas de niños, corretizas, gritos y el ruido del arrastre de sillas contra el piso de cemento. Todo es barullo hasta que llega el momento de dar las gracias. Guiados por Dominga Matías -una vecina voluntaria que, como otras mujeres, participa en las labores del espacio y lleva a sus hijos a comer- todos recargan los codos sobre la mesa y juntan sus manos.

“Padre bueno, te damos gracias por un alimento más”, inicia Dominga y todos repiten sus palabras, como en un salón de clases: “Pa-dre bue-no, te da-mos gra-cias por un a-li-men-to más”.

Y continúan: “También te damos gracias por las personas que hacen lo posible porque llegue la comida a este lugar, te damos gracias por las personas que donan los alimentos, también te damos gracias por Don Chemo y por su familia: bendícelos y multiplica su trabajo. Todo esto te lo pedimos a ti que vives y reinas, por los siglos de los siglos, amén”.

Y con la señal de la cruz empieza la repartición de la comida: sopa de fideos con pollo, jugo de naranja, tortillas de maíz y galletas de avena.

Entre Dominga y Ancelmo se dividen la tarea de servir platos de una enorme olla y de repartir cientos de tortillas, mientras otras mujeres llevan todo a las mesas donde niñas y niños esperan.

Fernanda es una niña de 10 años que, como la gran mayoría de los visitantes del comedor, camina 40 minutos antes de su apertura, bajo el sol y muchas veces sin zapatos. Es atenta y preocupona: no come sino hasta estar segura de que sus dos hermanas menores ya lo hacen, pero, al final, recoge las sobras que encuentra en otras mesas, las echa en una bolsa de plástico y las lleva a su casa para que, cuando su mamá regrese de trabajar en el campo, también tenga algo que comer.

“Es como una mamá, o sea, es muy madura ella”, cuenta Fátima Ayala, de 22 años e hija de Ancelmo, “se pone a ayudar a las cocineras, lava los trastes, anda limpiando las barritas o ayudando a que los niños guarden silencio y siempre tiene bien atendiditas a sus dos hermanas: les deja su juguito, sus huevitos y ya al final que todos comen y si ella alcanza, come”.

Fátima es parte del comedor desde que tenía 9 años y recuerda claramente el día que su papá tuvo la idea de crearlo.

“Íbamos en el carro andábamos para acá, para las orillas”, contó la joven, “y me acuerdo que mi papá dijo que se le había venido una idea: hacer un desayunador para los niños más necesitados de aquí, porque le daba mucha tristeza ver que vivían en el monte, en una casa que estaba hecha de cobijas o de bolsas y él decía que, así como esos niños, él llegó un día aquí. Yo me acuerdo que mi mamá le decía: ‘Estás loco, Chemo, pero dale, yo te apoyo”.

Poco a poco, Ancelmo levantó el primer comedor y luego el segundo, pero no se quedó ahí: en Miguel Alemán ha construido tres iglesias católicas, un banco de ropa, un velatorio para personas sin recursos para enfrentar la muerte de un familiar y, más recientemente, un asilo de ancianos. Nada de esto tiene costo para quien lo necesite.

“Ahorita estoy abriendo un mini asilo, le digo yo, porque tengo cinco viejitos que he recogido, que los vi en una situación de muy triste, en las calles y ahí vamos empezando”, explicó, “pero tenemos fe de que algún día vamos a hacer algo como aquí; también tengo otro desayunador: el de los migrantes, ahí asisten 300 personas diarias y viejitos que viven en situación de calle, que andan en la basura, migrantes que vienen con un sueño a este pueblo, de trabajo”.

Carmen Arellano es profesora investigadora del Centro de Estudios en Salud y Sociedad del Colegio de Sonora, ha trabajado por años en el desarrollo de proyectos relacionados con la alimentación y la promoción a la salud en la población jornalera de la Comisaría Miguel Alemán, por eso conoce bien lo que sucede en el comedor de Ancelmo.

“Vi esperanza”, dice Carmen sobre la primera vez que visitó ese lugar, “vi la posibilidad de que muchos niños comieran, que hicieran una o las dos comidas que se les dan aquí, pero también mucha necesidad de atención por parte del Estado, de esta población: somos un estado con grandes ganancias en cuestión agrícola y la población vive con hambre”.

La problemática alimentaria en esta zona es vieja, explica, y requiere acciones y programas gubernamentales completos que deberían cubrir también cuestiones educativas, de vivienda y servicios públicos.

Pero eso no es todo: la violencia doméstica y la inseguridad son habituales en Miguel Alemán, por eso el comedor resulta un espacio de contención y refugio.

“Si tú ves, son niños y niñas con papás y mamás tienen que salir a trabajar, pero cuyo ingreso no les alcanza”, agregó, “entonces el que vivan en esas condiciones de pobreza es indigno”.

El comedor tiene múltiples necesidades, desde alimentos hasta mobiliario útil para acondicionar el espacio, pero también están las carencias particulares de las mujeres que colaboran, pues les urgen láminas para hacer techos en sus casas y rejas para dar seguridad a donde ya se han metido a robar, así como útiles escolares para sus hijos.

Por eso, Ancelmo hizo una invitación a la gente, a los gobiernos, a las empresas y a quien tenga algo que aportar.

“Todas estas personas, todos estos niños son oportunidades que Dios nos dio para nosotros mismos”, concluyó, “no hay que confiar tanto en la riqueza, hay que confiar un poco en hacer cosas buenas, en ayudar al más indefenso y yo creo que vale más que mucho dinero. A mí me ha hecho muy feliz el ayudar: mi fe es que, dar con amor, no empobrece, enriquece y, ante los ojos de Dios, yo creo que vamos bien”.

Para apoyar al Comedor Unidos por Miguel Alemán, puede llamar al (662) 103 9802,  contactar a su coordinador vía Facebook como Ancelmo Ayala Corral “Chemo” y en Twitter como @AncelmoAyalaC.

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