“Los políticos y los pañales deben ser cambiados con frecuencia… ambos por la misma razón” (George Bernard Shaw).
Algunos festejan el despiporre electoral, donde no son uno, ni dos, ni tres candidatos a un puesto de elección popular. Hermosillo, por ejemplo, tiene ocho aspirantes que abarcan el amplio espectro de la atomización electoral permitido por la ley y que asombran cuando no divierten al agudo observador.
Hay candidatos que sí lo son, pero hay otros que suenan a retaque, a simple simulación, a decadencia política, a simple pleonasmo. Parece que el planteamiento y defensa de tal o cual ideología, programa, objetivo, visión social o política ya pasó de moda y que lo de hoy son las figuras o figuritas que hacen su trabajo de distractor social, para jolgorio del público consumidor de trivialidades.
Los partidos, o se declaran en bancarrota de identidad por las transformaciones sufridas en sus principios fundacionales (y la propensión a abaratar sus planteamientos y luchas en aras de lo inmediato, de la atracción por el dinero, de las corruptelas que se vuelven forma de vida), o caen vencidos por el peso del pasado al que dicen renunciar, o rechazar, o tratar de reformar o regenerar, pasado que está tan arraigado que no permite que se concilie el discurso con la práctica real en la vida cotidiana.
Tenemos una contienda entre los partidos señaladamente corruptos, digamos de abolengo prostibulario, y los nuevos adversarios revestidos de honestidad aún sin demostrar. Dos caras de la misma moneda política-electoral que luchan por su propia identidad imposible de lograr sin una verdadera ruptura, donde unos y otros establezcan más allá de toda duda su carácter de distintos y distantes, su convicción de no ser los mismos, de no ser iguales.
Las nuevas ideas deben expresar nuevas prácticas, nuevas formas de actuar en la realidad, por lo que no es creíble ni aceptable oír buenos propósitos en boca de los corruptos y farsantes de siempre; o ver a los nuevos actores políticos estrenar un discurso de honestidad y transparencia haciendo lo mismo que sus adversarios.
Morena, el partido del presidente López Obrador, necesita más obradoristas y menos chapulines, trapecistas, simuladores y oportunistas, porque para transformar se requiere congruencia entre el decir y el hacer.
Nos enteramos de que los senadores de la república han aprobado que los usuarios de líneas de telefonía digital entreguen obligatoriamente sus datos personales biométricos, iris, huella digital, además de los típicos identificatorios que registra la autoridad federal mediante el INE, la CURP, entre otros, lo que coloca en situación de vulnerabilidad a cualquiera que tenga una línea.
Tal exceso lo justifican como un mecanismo para prevenir fraudes, pasando por sobre la intimidad de la persona y convirtiéndola en una bolsa de datos expuestos al escrutinio de las empresas, con amplias posibilidades de que esta masa informativa se convierta en mercancía codiciada por emprendimientos de carácter legal o ilegal, ajenos a la voluntad e intereses de los usuarios, sin que necesariamente se impidan los delitos que se supone pretenden combatir o inhibir.
Lo anterior revela cuán absurdo puede ser el mundo donde se sustituye la razón, la inteligencia y la buena información por nuevas leyes, reglamentos o disposiciones de carácter coactivo. ¿El actual marco legal ya no sirve para combatir el delito? ¿Es mejor reformar o crear una ley que cumplir con las existentes? ¿Los legisladores tendrán idea de los alcances de las leyes vigentes?
En otro asunto, resulta curioso que el uso de la nomenclatura citadina sea el recurso más manoseado a disposición de las autoridades, al parecer ajenas a la historia y tradiciones de la ciudad; así tenemos el absurdo de llamar colonia a un barrio.
Cualquier nativo de Hermosillo (o cualquier otra ciudad) con algo de arraigo sabe que hay barrios tradicionales y cargados de significado urbanístico, anecdótico y cultural, como es el caso de San Benito, La Matanza, El Coloso, El Mariachi, Las Pilas, o el viejo sector Centro, por citar algunos que de ninguna manera se entienden como “colonias”. Si las autoridades no saben distinguir entre un barrio y una colonia pues estamos lucidos con la nomenclatura. ¿No le suena totalmente ridículo llamar “colonia” al mero centro de la ciudad? ¿Acaso se ha perdido el significado de los conceptos?
La experiencia sugiere la necesidad de que el Ayuntamiento se apegue a criterios urbanística y culturalmente válidos para nombrar a las calles, sectores, barrios y colonias de Hermosillo, poniendo fin a la ridícula moda de llamar colonia a cualquier zona o porción de la ciudad y rescatar la historia y tradiciones urbanas que nos dan identidad y pertenencia.
Aquí es importante la participación de personas como el cronista de la ciudad, personal técnico en materia catastral, historiadores urbanos, representantes de la Sociedad Sonorense de Historia, por mencionar algunos.
Otro absurdo siniestro, por su olor a discriminación y exclusión que lamentablemente reproduce la prensa local, es el llamar “anciano” a personas de 50, 60 o 70 años que, como consta, sostienen familias, dirigen empresas y hacen política en el ámbito local, nacional y mundial. Aquí se confunde la madurez y la vejez con la ancianidad.
La ciudad y el Estado cambian de acuerdo con las circunstancias y, en su devenir, adquieren nuevos rasgos; sin embargo, hay tiempos en los que es inevitable advertir la presencia de ideas y comportamientos que parecen estar reñidos con la razón y el sentido de la historia; aunque, al final, se termine por decir que todo es cuestión de enfoques.
José Darío Arredondo López