Columna Desde la Polis
Hace algunas semanas escribí, en este mismo espacio, sobre la gran fosa en la que se ha convertido Sonora. En el último par de años, nuestro estado comenzó a formar parte de la tétrica lista de entidades en el país donde un día se encuentran fosas clandestinas, y al siguiente día también. Estamos en el epicentro de una profunda crisis humanitaria, donde hay ejecuciones, desaparecidos, inmovilidad gubernamental, madres buscando los cadáveres de sus hijos, impunidad y corrupción. Es innecesario describir en estas líneas lo que ya todos sabemos: estamos en una situación que se salió de control. Lamentablemente -como ya he dicho- esta no es una nueva realidad, sino es un añejo lastre con el que ha venido arrastrando nuestro terruño y por lo tanto, me inquieta la probable y nociva posibilidad de que nuestra sociedad se adapte y normalice a esta situación infrahumana. No es normal vivir así.
El lunes pasado vi el documental “Las tres muertes de Marisela Escobedo” en Netflix. Este material es extraordinario y lo recomiendo ampliamente. La historia de doña Marisela le dio la vuelta al mundo, hace una década. Esta mujer, con marcadas adversidades socioeconómicas (como la inmensa mayoría de los mexicanos) padeció la muerte de su hija Rubí, quien tras irse a vivir con su pareja, un día desapareció, como tantas mujeres en Ciudad Juárez. Marisela hizo todo a un lado y centró sus energías en saber qué había pasado con su hija. En esa investigación, averiguó que Rubí había sido asesinada por su pareja. Del mismo modo, con sus propios recursos y limitaciones, encontró con el cuerpo de la hija y rastreó a su homicida hasta el estado de Zacatecas, hasta llevarlo ante la justicia. El asesino confesó en juicio haber cometido el crimen y la autoridad lo absolvió, detonando un escándalo internacional. Tras la sentencia, él se fugó y ella fue tras él, pero debido a los nexos que él desarrolló con el crimen organizado y la colusión de la mafia con las autoridades locales, nunca pudieron agarrarlo. Estamos hablando de una mujer sin más recursos que el de su dignidad y el gran amor por la memoria de su hija. Todos los días, caminaba kilómetros por entre los juzgados de Chihuahua y el Palacio de Gobierno en la capital de ese estado, arropada por un letrero donde exhibía el rostro del homicida de su hija y exigía justicia. Posteriormente, Marisela montó campamento durante una temporada en la plaza que se encuentra frente al Palacio de Gobierno en Chihuahua, lo cual incomodaba profundamente al gobierno y a la delincuencia. Un día llegó un sicario, y a las puertas del principal símbolo encargado de protegerla, de cuidarla, de ayudarle a alcanzar la justicia para su hija, la asesinaron. El documental es triste, porque deja este profundo sentimiento de impotencia, pero al mismo tiempo desnuda con tremenda claridad, la basura que desde el poder nos (des)gobierna.
Al día siguiente de ver esto, recibí en mi despacho a un grupo de mujeres identificadas como “madres buscadoras”. Me conmovió mucho encontrar tantos paralelos entre la historia de Marisela y la de ellas. Es cierto, muchas de estas mujeres tuvieron a hijos involucrados en actividades ilícitas (narcomenudistas, sicarios, drogadictos endeudados) pero muchísimas otras han visto desaparecer a hijas, hermanos e incluso niños que absolutamente nada tenían que ver con el delito. Finalmente, me parece un grave error -producto de la insensibilidad, y espero no de la complicidad- que se criminalice a estas mujeres, que también son víctimas pues no puedo imaginar algo más duro que perder a un hijo, a un esposo o a un hermano… sea como sea.
Estas señoras reciben informes anónimos de miembros de la propia delincuencia (arrepentidos) o de policías que -por uno u otro motivo- saben dónde pueden encontrarse los restos de esas personas que un día desaparecieron para nunca más volver. Con sus propios recursos y a como Dios les dio a entender, salen al monte, rastrean, buscan, escarban con sus manos y terminan haciendo lo que las autoridades formalmente constituidas se niegan a hacer. Estas acciones las han hecho merecedoras de múltiples amenazas -tanto del gobierno como del crimen- pues con sus hallazgos, ponen en evidencia el terrible deterioro institucional que hoy padecemos.
Una de ellas me confesó: “He ido a muchos lugares donde me dicen que está mi hijo… y encuentro cuerpos calcinados, osamentas, extremidades, pero ninguno es mi hijo.” Al preguntarles si no tenían miedo por el gran riesgo que corren, al unísono respondieron “no, porque Dios nos cuida”.
Para financiar sus búsquedas, han acudido a la sensibilidad y compasión de la ciudadanía; no obstante, en muchas ocasiones -al “botear” en calles- se les insulta, se les escupe y son objeto de burla. Este es el tipo de casos que un gobierno libre de culpa y de complicidad, debe atender con sensibilidad y compromiso. También, es un inequívoco recordatorio de cómo nosotros, los ciudadanos, procesamos las propias tragedias de la gente que nos rodea.
El autor es Presidente Fundador de CREAMOS México A.C. y especialista en políticas públicas por la Universidad de Harvard. jesus@creamosmexico.org