Columna Desde la Polis
Pareciera que los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir bajo el manto de la crisis y la adversidad; es como una configuración “por default”. La mayoría de mis textos en este espacio, en los últimos tres años, han girado entorno a las políticas públicas de desarrollo social y a las alternativas que existen para revertir las tendencias de inseguridad destructiva. Los medios de comunicación inundan al público con información constante que -vista en conjunto- dibuja un horizonte poco alentador. Como ya lo constatan mis lectores, lo que he venido escribiendo el último año y medio -específicamente en materia de seguridad y desarrollo social- se ha cumplido al dedillo… no porque sea un vidente, sino porque quienes algo sabemos del tema podemos identificar los riesgos y las alternativas con relativa claridad. Así que para descansar del recurrente “se los dije”, hoy quiero compartir con Ustedes unas líneas de algo que sin duda me será mucho más complicado elaborar: la manera en la que enfrentamos la partida de nuestros seres queridos, en tiempos de pandemia.
Hace algunas semanas falleció el hermano de un amigo. Ante la noticia, mi reflejo natural fue tratar de averiguar si habría algún tipo de servicio o conmemoración fúnebre. Al inquirir con un conocido, me dijo que debido a la pandemia -y ante la necesidad de evitar conglomeraciones- no se estaban celebrando funerales. Lamenté mucho no poder hacerme presente en en tan difícil momento para darle el pésame a mi amigo, pero no había de otra.
Fue un viernes, recuerdo bien. Mi familia se encontraba fuera de la ciudad, guareciéndose del virus, por lo que en soledad total, me visitaron los fantasmas del pasado… concretamente la memoria de los funerales de mis abuelos. Esas muertes son las más cercanas a mí, quizá por el gran pesar que provocaron en mis padres y tíos. Recordé, cuando hace más de veinte años, durante una fría mañana de invierno, la estirpe paterna participó en una procesión -allá en el sierreño pueblo de Divisaderos- para despedir a mi abuela. Recordé la unión de mis tíos y el hondo dolor tras sus pétreos rostros. Conmovido al escribir estas líneas, recuerdo cuando -el mismo día, diez años después- parado en el altar de la iglesia, junto al ataúd de mi abuela materna, traté de hablar de ella ante todos los presentes, hasta que las lágrimas me vencieron, con el clan unido bajo el mismo sentimiento.
En todos esos momentos, las familias y los amigos estuvieron ahí. El amor es el sentimiento epicéntrico en nuestras vidas, la fuerza motriz. Creo que todas las demás expresiones (como la amistad, la esperanza o incluso, el odio) son manifestaciones que giran, justamente entorno al amor. El dolor ante la partida de alguien es una de las más genuinas demostraciones de ese sentimiento y los seres humanos, a lo largo de su existencia, han desarrollado rituales para lidiar con ese adiós. El funeral es uno de ellos: ahí, los deudos buscan, en la compañía de amigos y sus anécdotas, una manera de capturar fragmentos, pedacitos de la vida de quien ya no estará más ahí. Invariablemente son los recuerdos la mejor manera de darle algo de vida a quien físicamente la ha perdido. Esa búsqueda por aferrarse de cachitos del ser que partió, es una de las más honestas manifestaciones de la condición de ser un humano.
Pero durante estos meses de pandemia, millones de almas alrededor del planeta, han partido a ese sitio donde nacen los sueños, y prácticamente todas han estado impedidas de contar con estos sentidos momentos donde se les recuerde colectivamente. A mí me llena de pesar el sólo imaginar que alguno de mis padres falleciera en medio de esta crisis sanitaria y que yo no pudiera escuchar, de viva voz de quienes los conocieron y los quisieron, sobre su legado.
La pandemia vino también a ser una Caja de Pandora, que colocó frente al espejo quiénes somos y cómo somos. Ha sido un episodio que ha sacado a relucir lo más prodigioso y lo más miserable de nuestra especie, en su comportamiento individual y colectivo. Ha venido a recordarnos que por encima de nuestras aspiraciones y fantasías más mundanas… en nuestro núcleo somos humanos -como cualidad metafísica- y que un sentimiento como el dolor ante la muerte del querido, nos recuerda nuestra profunda vulnerabilidad y la necesidad de ser conscientes del cuidado de la vida y de nuestros seres amados… justamente en vida. Y quizá, como en tantos otros departamentos de nuestro existir, ahora también para esto logremos desarrollar rutas distintas para sobrellevar lo que sentimos.
Le dedico esta reflexión a quienes -durante este tiempo- han perdido a un ser amado y han tenido que enfrentar el proceso, privados de la oportunidad de despedirlos como se lo merecían. Abracen su memoria. No pierdan la fe y recuérdenlos: siempre que lo hagan… ellos estarán ahí, acompañándolos.
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