Dicen, amable lector, que el que avisa no es traidor y me veo obligado a iniciar con esa vox populi porque es posible que el presente escrito no goce de coherencia. Absténgase también de formular un juicio referido a que la incoherencia “ya se notaba en otros textos”, porque es verdad, pero en esta ocasión el problema es que hablaré de un escritor sobre el que no conozco mucho, del que he leído apenas 7 cuentos y del cual me da pereza investigar a fondo.
Quiero decir que además de ser proclive a formular ideas para expresarlas de forma incoherente, ahora están exponenciadas por la ignorancia y la holgazanería. Pura mediocridad, pues.
Algo así le sucedía al tipo del que voy a hablar, un uruguayo nacido en Montevideo en el año de 1902 y bautizado bajo el extraño nombre de Felisberto Hernández. Le comentaba a Arturo, un amigo que amablemente suele ayudarme con la edición y yo tiendo a pagar con la grosería de no corregir por pura flojera, que estaba leyendo un libro de cuentos titulado “Relatos para piano” de Felisberto Hernández, a lo que respondió: “Felisberto jaja qué macizo”.
Su comentario estalló en mí la curiosidad por googlear el nombre. No encontré qué significa ni su origen, pero sí una página que brinda un reporte geográfico en el que se afirma que actualmente nadie en el mundo se llama así, que únicamente ha sido ostentado por algún individuo entre el año de 1743 y 1981, y que Brasil es el país de América en el que un mayor número de individuos respondía a ese apelativo. En Europa era Portugal.
Pero decía que algo así le sucedía al uruguayo. Le gustaba afirmar que sus cuentos no eran completamente naturales, en el sentido de que su conciencia intervenía en el proceso creativo, sin llegar al grado de conceder estructura lógica a sus narraciones.
Antes de ser escritor, Hernández fue un compositor y pianista profesional. Realizó recitales de manera itinerante en Uruguay y Argentina, y también se ganaba la vida ilustrando musicalmente películas de cine mudo en diversas salas de proyección.
Regresando de un viaje a París abandonó el piano y se entregó por completo a la literatura. No gozó de mucho éxito en vida y está clasificado como un escritor raro, pero frecuentemente mencionado con respeto por algunos grandes como Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti e Ítalo Calvino.
Una anécdota interesante que encontré es la relacionada con su segunda esposa, María Luisa de las Heras, una española veterana de la Guerra Civil que tenía la encomienda de seducirlo porque, sorpresa, era agente de la KGB. Cumplió exitosamente su tarea en 1949, cuando se casaron e instalaron en Montevideo, donde ella montó su red de espionaje. Al año se divorciaron y él nunca se enteró de que había sido espiado y engañado.
Ahora conviene regresar a “Relatos para piano”, una colección cuidadosamente elaborada por editorial Jus con cubiertas de material acartonado pero suave, un frontispicio que asemeja un cuadernillo de notas musicales -recordemos que era pianista-; contiene también un separador y reúne 7 cuentos distribuidos en 110 páginas.
El primer cuento se titula “Las hortensias” y también podría clasificarse como una novela corta que trata sobre un matrimonio supuestamente feliz que comienza a derrumbarse debido a la relevancia que empiezan a tener, para el marido, la colección de muñecas a escala real que tiene estratégicamente acomodadas en una gran galera de cristal.
Es atinado abrir con la narración más extensa, aprovechando el gancho de lo onírico, pues nos relata que mientras dormía, soñó a varios hombres reunidos alrededor de una mesa, donde el que aparecía vestido de frac, decía “Es necesario que la marcha de la sangre cambie de mano: en vez de ir por las arterias y venir por las venas, debe ir por las venas y venir por las arterias”. Lo absurdo motiva la curiosidad e invita a continuar leyendo.
Se dice que Felisberto Hernández hacía literatura de la memoria, de los recuerdos y de la literatura misma, es decir, sobre su ejercicio y ejecución. Seguramente estos relatos representan menos del 10% de su obra, sin embargo, creo que no iré más allá.
No quiero decir que el escritor sea malo, aburrido, poco interesante o no me haya gustado. Más bien lo recomendaría a individuos que deseen ir más allá de la lectura en el mundo literario, porque no es entretenido pero sí interesante con respecto a sus ideas sobre la memoria y el ejercicio de escribir.
Algunas de las disquisiciones literarias de las que hablo las encontré desperdigadas a lo largo de los cuentos. Por ejemplo en “Las hortensias”, María, la esposa del protagonista, toma un libro de poesía que lee en voz alta pero que nunca llega a comprender, hasta que “una tarde pudo comprender una poesía; era como si alguien, sin querer, hubiera dejado una puerta abierta y en ese instante ella hubiera aprovechado para ver un interior”.
No siendo un lector de poesía, las pocas veces que medianamente he comprendido alguna, me parece que ha sido de esa manera, aprovechando la repentina lucidez que nunca es suficiente para encerrarme al interior del cuarto.
Disfruté especialmente tres cuentos. “La envenenada”, que trata sobre un escritor que no tiene nada que escribir, cuando de pronto tocan a su puerta tres sujetos y lo invitan a presenciar el cuerpo de una mujer envenenada.
“Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario de pocos días” que también trata sobre un escritor que lleva un diario en el que discurre sobre cosas como la originalidad y en el que señala cosas como “Sin embargo, me he atrevido y le he hablado con esa fe que tenemos todos de tener alguna originalidad que de pronto sorprenda al mundo”.
En el mismo cuento habla sobre las razones por las que alguien puede escribir, afirmando “escribo sin tener interés de ir a parar a ningún lado (aunque esto sea ir a alguno), que el más próximo sería sacarme un gusto y cumplir una necesidad, que esta necesidad no tiene en mí el interés de enseñar nada y que, si la consecuencia de lo que escribo tiene interés por lo que entretiene y emociona, bien, pero no me propongo otra cosa que llenar este maravilloso cuaderno que poco a poco se irá llenando y que después que esté lleno lo leeré a todo lo que da”.
Finalmente, en “El cocodrilo”, que me pareció el mejor cuento, refiere cómo es la memoria y los recuerdos lo que le ayudan a escribir, diciendo “Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas: primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad”.
Felisberto Hernández murió en Montevideo el 13 de enero de 1964. Leerlo nos ayuda a conocer cómo funciona el mecanismo creativo; leído a conciencia puede servir como un ejercicio de meditación previo al acto de escribir, pero no es materia de entretenimiento.