
En la llamada década de los excesos, los años 80, mucho antes de las plataformas digitales, las salas de cine se llenaban para ver una película icónica: The Woman in Red (La mujer de rojo). En aquella comedia de 1984, dirigida y protagonizada por Gene Wilder, un simple instante —un vestido rojo al viento— desencadenaba una obsesión que alteraba por completo una vida aparentemente estable. Era una fábula sobre el deseo, la atracción inmediata y el poder de una imagen para marcar un antes y un después.
Esa estampa que voló por el mundo nos recuerda un hecho curioso, a propósito del reciente triunfo de la cuarta mexicana coronada Miss Universo: Fátima Bosch, vestida con un espléndido vestido de gala rojo, fue coronada en esta edición 2025, el mismo color que Lupita Jones (1991), Ximena Navarrete (2010) y Andrea Meza (2020). Todas recibieron la corona suprema vistiendo el color de la pasión, el valor y la visibilidad absoluta.
Pero ¿cuál es la historia de siempre cuando la mujer de rojo deja de ser una fantasía cinematográfica y se convierte en un ser real, coronada bajo los reflectores globales de Miss Universo, solo para enfrentar de inmediato la tormenta digital del escrutinio, la duda y la injuria?
Más allá de la corona, el currículum de Bosch habla de una mujer de su tiempo: diseñadora de moda sostenible, voluntaria en causas infantiles y ambientales, voz para migrantes y para la salud mental. Un perfil que, en teoría, encarna los valores que el certamen moderno dice promover. Sin embargo, su victoria en Miss Universe México 2025 estuvo marcada por un acto de evidente descontento dentro del escenario —la retirada de varias concursantes durante su coronación— y su triunfo global, semanas después, se vio inmediatamente opacado por acusaciones de favoritismo, vinculadas a supuestas relaciones de negocio de su padre, así como por un incómodo incidente público con un director nacional de otro país.

Por décadas, muchos hemos conocido de cerca la maquinaria de estos certámenes y entendemos una verdad incómoda: la primera gran eliminatoria no es televisada, sino emocional. Entre las candidatas se genera un ecosistema de presión donde, intuitivamente, se identifica al grupo de posibles finalistas. Los ánimos se crispan, los equipos libran batallas silenciosas y, sí, siempre hay intereses cruzados. Llegar al top 5 es una mezcla de preparación, carisma y suerte. Y la elección final, entre esas cinco mujeres excepcionales, tiene inevitablemente un componente de gusto subjetivo. La verdad más pura es que pudiera ganar cualquiera de ellas.
En ese contexto, la pregunta de fondo no es si Fátima Bosch “merecía” ganar —criterio siempre debatible—, sino por qué su triunfo, como el de tantas mujeres antes que ella, debe ser inmediatamente cuestionado y manchado con teorías que menosprecian su propio esfuerzo e inteligencia. La narrativa que se impone no es la de su trayectoria en el diseño o su activismo, sino la de la sospecha.
Más allá de un nacionalismo, es hoy cuando el concepto de sororidad debe pasar de las redes sociales a la acción concreta. Defender a Fátima Bosch no es un acto de fanatismo ciego, sino de justicia básica. Es reconocer que, independientemente de las circunstancias que siempre rodean una competencia de esta magnitud (y siempre las hay), una joven preparada, con un proyecto de vida sólido y que ha soportado el fuego cruzado de la competencia internacional, está siendo atacada por el simple hecho de haber ganado.

Quizá, como sugiere la trama de la vieja película, alguien se sintió rechazado o pasado por alto en este proceso y ahora busca desquitarse. Nuestra labor, como sociedad y especialmente como mujeres, es no convertirnos en cómplices de esa embestida. No hacerlo por ella sola, sino por todas las que han sido y serán menospreciadas por alzarse en un mundo que aún cuestiona más de lo que celebra el éxito femenino.
Fátima Bosch no es solo la “Mujer de Rojo” de un fotograma o de una noche de gala. Se ha convertido, a su pesar, en el símbolo de una prueba mucho más difícil que cualquier pasarela o pregunta final: la de mantener la dignidad y la fortaleza ante la incredulidad y el prejuicio. Y en esa prueba, su mejor respuesta ha sido, precisamente, la mujer que ya era mucho antes de la corona: una profesional, una voluntaria, una activista. Ese, y no un vestido, es su verdadero y perdurable color. La otra prueba es para todas nosotras.
Es diciembre y el color rojo es ineludible; portémoslo con una carga de valores y con alto respeto a una dignidad colectiva. Una somos todas y todas somos una. Feliz fin de año.


