El presidente Andrés Manuel López Obrador decidió jugarse su legado, y probablemente la estabilidad del gobierno de su sucesora, en el último mes de su administración.
Septiembre será, probablemente, el mes más intenso de un intenso sexenio, al estar en juego las reformas constitucionales del llamado “plan C” y, con ello, el futuro del régimen político como lo conocemos.
Andrés Manuel López Obrador decidió no ser el presidente que, luego de las elecciones, se desvanece hasta desaparecer. No siguió la vieja tradición del presidencialismo mexicano de dejar que el sucesor acapare los reflectores y tome poco a poco las riendas del poder.
Él elevó la apuesta desde el 5 de febrero de 2024, cuatro meses antes de las elecciones, y puso como ejes de campaña una serie de reformas constitucionales, entre las que destacan la del Poder Judicial, la que militariza en definitiva la Guardia Nacional, la que desaparece el INAI y otros organismos autónomos, una serie de cambios en desarrollo social y pensiones de los trabajadores, y la reforma político-electoral que tanto intentó durante la segunda mitad de su sexenio.
López Obrador puso agenda a las campañas presidenciales y le heredó esas reformas a su sucesora, no sólo como la agenda legislativa de sus primeros meses de gobierno, sino como eje central de su proyecto, al que él mismo le puso nombre y apellido: “continuidad con cambio”.
Y fue exitoso, pues casi 36 millones de votos avalaron la agenda.
Hoy, de las 18 iniciativas que envió López Obrador en febrero, sólo una ha caducado, la electoral, que Morena ya no consideró necesario apresurar luego del resultado del 2 de junio y la forma obsequiosa en la que las autoridades electorales (INE y Tribunal) resolvieron las controversias postelectorales.
Todas las demás fueron dictaminadas en la Comisión de Puntos Constitucionales durante el mes de agosto, y comenzarán a procesarse en el pleno de la Cámara de Diputados.
Por instrucciones del presidente López Obrador, y con la pública complacencia de la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, Morena y sus aliados del Partido Verde y el Partido del Trabajo, iniciaron de inmediato el proceso legislativo de la reforma más polémica, la judicial.
Los 364 diputados con los que cuenta la mayoría oficialista pusieron en marcha su aplanadora en el día uno de la LXVI Legislatura, ignorando las protestas de jueces y magistrados, los llamados de ministras y ministros a revisar la reforma, los consejos de especialistas y académicos, los reclamos de la manifestación que este mismo domingo hicieron jóvenes estudiantes de Derecho, y el crujir de los mercados.
De ese tamaño es la apuesta de López Obrador en la recta final de su sexenio: antes de irse, el lunes 30 de septiembre, quiere promulgar el decreto de reforma constitucional de la reforma con la que “el pueblo” elegirá a todos los integrantes del Poder Judicial. Y, para ello, sus diputados, sus senadores y sus legisladores locales tienen diseñado un plan para que el trámite legislativo fluya en unos cuantos días.
Y todo parece indicar que dos jueces no impedirán que eso ocurra.
¿Qué vendrá después?
A la par de esta reforma se aprobarán el resto de los cambios previstos en el “plan C”, incluida la desaparición del Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (INAI) y el resto de órganos reguladores.
La mayoría emprenderá una serie importante de cambios que modificarán o eliminarán algunas de las instituciones que se generaron en el periodo de la transición -algunas de ellas para garantizar derechos ciudadanos y otras para regular la competencia económica-; se modificarán rasgos importantes del sistema político, como el peso de las minorías en la pluralidad, la efectividad de la división de Poderes y el valor de los contrapesos.
Un amigo muy querido escribió anoche -luego de presenciar la instalación de la Legislatura en el Canal del Congreso- que estamos presenciando el nacimiento de la primera hegemonía política del siglo XXI, el surgimiento de una nueva nomenklatura (así, con k) en la que el único contrapeso posible será el que surja dentro del propio partido-movimiento.
Otros, más alarmistas, proclaman ya el fin de la democracia y el inicio de la “deriva autoritaria” y/o la “dictadura de la mayoría”.
En cambio, del lado del lopezobradorismo se celebra lo que ocurre como el arribo de una auténtica democracia, la consolidación de un régimen emanado genuinamente de la voluntad popular, “el segundo piso de la cuarta transformación”.
Unos y otros tienen, quizás, un solo punto de coincidencia: el cambio será radical y modificará los términos de la relación entre poderes, entre el gobierno y la oposición, entre la presidenta y la sociedad.
En un mes estará en juego todo eso: la salida de López Obrador -que ayer ya se despidió de su amado Zócalo capitalino-, la llegada de Claudia Sheinbaum -ya con la investidura y no sólo con el bastón de mando- y la reacción de factores reales de poder, como los mercados, los grandes intereses económicos y los socios comerciales de Norteamérica.
Estará en juego el legado de presidente que quiso pasar a la historia, la viabilidad económica de su proyecto -hasta el momento cuidada con esmero- y la estabilidad con la que Sheinbaum comenzará su periodo de gobierno. Todo el sexenio en un septiembre.