“Candidata de las mentiras, narcocandidata, dama de hielo, corrupta, prianista”… El insulto se ha institucionalizado en la política mexicana. Cuando la argumentación no es consistente ni suficiente aparece el insulto, herramienta del lenguaje que busca imponer el tener razón a toda costa. El abuso del discurso es síntoma de la polarización que existe en la vida pública del país. Los tildados de conservadores por Andrés Manuel han contratacado en esta elección y, ¿cómo no lo iban a hacer? Seis años de señalamientos desde Palacio Nacional hicieron estallar al porcentaje del país que no concuerda con la regresión transformista del gobierno actual. Se quejan de la agresividad discursiva y argumentativa de Xóchitl y los voceros de la oposición, pero los de Morena los provocaron con un uso constante de descalificativos desde posiciones privilegiadas y con el aparato gubernamental a su favor.
El obradorismo agredió a los aspiracionistas, amenazó a los periodistas, vejó a sus contrincantes políticos, descartó a la pluralidad de pensamiento y, cuando la defensa de los ofendidos inició, se escondió en la victimización. Las teorías de “complo” y la obsesión con el pasado son las formas en las que los agresores del poder se esconden al ser cuestionados porque cuando no se tiene la razón, atacar al sujeto es la salida fácil para subsistir en una discusión.
Los agresores del lenguaje encuentran una salida ventajosa en el arte del escapismo que se fundamenta en la ofensa y la culpa con el objetivo de salir bien librados de los cuestionamientos. López Obrador lo entendió en su incipiente carrera política. Mandar a la chingada es una expresión mexicana que libera a los incompetentes de toda responsabilidad. La chingada para el mexicano –ya lo decía Paz– es la Malinche, esa mujer traidora que vendió su intimidad por las comodidades y los lujos que le ofrecían los conquistadores. AMLO se acostumbró a mandar a todos sus críticos, a las instituciones, a los jueces, a los periodistas y a un sinfín de actores sociales a la chingada. Lo hace con agresiones e insultos sin necesidad de explicar lo que se le cuestiona. Utiliza expresiones infantiles, reduccionistas y dualistas como conservadores, fifís, neoliberales, prianistas, clase medieros, entre otras. La falta de profundización en los fenómenos sociopolíticos del país por parte del presidente redujo la calidad del discurso público. Las palabras son el límite mental. Entre más repetitivas y vacías, menos posibilidad de debates públicos sustanciosos.
Los dos debates presidenciales de esta elección son el reflejo de la degradación al lenguaje que el presidente ha hecho en los últimos años. Una degradación que confirma que el mexicano no es de palabra. La palabra ha dejado de ser un símbolo contundente en la opinión pública. Su pérdida de fiabilidad es causada por la ligereza con la que se toma. Si el mandatario de la nación puede hacer uso de la palabra para mentir descaradamente y evadir cuestionamientos sin consecuencias, cualquier mexicano tiene la justificación para imitarlo.
El arte del bien decir y del bien escribir se transfiguró en insultos poco ingeniosos para evadir responsabilidades y mantener popularidad. La única forma que tenemos para ampliar los horizontes de nuestra comunicación, la muestra más tangible de nuestra racionalidad, el fundamento mismo del arte político para hacer acuerdos a través del dialogo y el pilar del ingenio que permite el humor es la palabra, signo despreciado por el mexicano que vive engañado en la eterna y absorbente narrativa del mito nacionalista revolucionario encarnado por Andrés Manuel. ¿Qué creían que después de seis años dictando odio, los ofendidos no pasarían a ser agresores y los cobardes agresores no se camuflarían entre los ofendidos? ¡Ofendidos del mundo, uníos! Llegó la hora de victimizarse y echarle la culpa a los otros de tus errores.