Por Eduardo Tapia Romero
Los constantes embates por parte del poder central para desmantelar las instituciones, construidas con el fin de amparar los derechos políticos de la ciudadanía, son una sacudida para quienes creemos en la democracia como forma deseable de gobierno. Poco sorprende la incomodidad de los gobiernos por ser escrutados, limitados o exhibidos; mucho lastima la reacción de la ciudadanía, en la mayoría de los casos indiferente, en otros complaciente de los discursos oficialistas que intentan justificar su acción destructora como una supuesta medida de austeridad, anticorrupción o eficiencia. Incluso las contadas acciones de oposición han sido poco estratégicas, desinformadas y cooptadas por grupos o actores con cuestionable historial.
En ese sentido, he reflexionado en que gran parte de la crisis actual se debe a que hemos omitido una parte central del proceso de transición democrática: la educación ciudadana. Son muchos los teóricos que hablan de la democracia como un proceso didáctico. Hanna Arendt enseñaba que “la democracia solo funciona para un pueblo educado para la democracia. Y solo en la democracia puede un pueblo educarse para la democracia”. La democracia no es solamente un punto de llegada, sino a la vez un proceso constante, la construcción de una forma de relación entre ciudadanos, una manera de concebir el poder político bajo la precondición de respeto por los derechos y de igualdad ante la ley.
Este aprendizaje no está exento de fallas o errores. Otro enorme teórico en el tema, Robert Dahl, nos ilustra sobre el tema: “el proceso democrático es una apuesta sobre las posibilidades de que un pueblo, al actuar autónomamente, aprenda a actuar correctamente”. Al hablar de “una apuesta”, Dahl se refiere a que las decisiones de la ciudadanía serán oscilantes, en ocasiones impredecibles y siempre perfectibles. En todo caso, lo más importante es preservar este sentido de proceso, de continuo aprendizaje para la mejora en la calidad de las decisiones. Entre más oportunidades tenga la ciudadanía para decidir, mayor será el aprendizaje.
Este es el caso de las instituciones mexicanas que han sido creadas hace menos de tres décadas y, desde su inicio, han estado en constante evolución. Tanto las de vocación electoral, como aquellas con fines de transparencia y anticorrupción, cumplen con su propósito. Hace falta, sin embargo, un mayor involucramiento de la ciudadanía. Por citar, el caso del Instituto Nacional de Acceso de la Información (incluyendo los órganos estatales) ha sido un recurso aprovechado principalmente por periodistas y académicos. La ciudadanía se mantiene al margen, lo cual es adjudicable no solamente a su falta de involucramiento, sino al desinterés de las instituciones. El pecado de estos organismos ha sido su burocratización: han sido más una oficina cerrada que una ventanilla abierta a la población. Con este antecedente, creo que es lógico que el grueso de los mexicanos no alcance a percibir su valor ni salga a defender su permanencia.
Por último, el tema de la educación ciudadana debe de permear los niveles locales. Es importante resaltar algunos ejercicios que han sido formativos en el ámbito estatal y municipal. El más reciente es el de las colectivas feministas de la Observatoria Ciudadana Todas Mx Sonora, quienes impulsaron la Ley 3 de 3 Contra La Violencia para que ningún agresor aspire a ocupar un puesto público. En este camino que inaugura el mecanismo de la iniciativa ciudadana en nuestro estado, lograron reunir más de 21 mil firmas de personas que, además de manifestar su compromiso, aprendieron una nueva lección sobre su rol activo en una sociedad democrática.