Columna Contracanto
La tragedia griega permanece. El derrumbe, la deshumanización. Cosificar.
La crueldad y sus abismos. La imploración, el Jesús en la boca.
Como para que no se nos olvide, para que la mano de la creación nos levante la cara desde un jalón de greñas. Para decirnos aquí y ahora, señalarnos los errores una y otra vez cometidos.
Bajita la mano, de manera hilarante, con la precisión del texto y las actuaciones. Al puro estilo de la resistencia, con los recursos precisos del arte: mostrar los mundos, recrear una y otra vez la realidad.
Como un solito de baile, el convite al placer del ritmo, así como que aquí no pasa nada, la anécdota de una nota informativa aparentemente vacua, empero, la más profunda opinión, con la enormidad del manejo de voces, la de él, la de ella, él en la actuación, ella un títere bocón que engrandece la sala que es el teatro todo.
Frente a nosotros los espectadores, felices y un vinito o un té, el café de sobremesa, como para que el contenido de la propuesta no nos indigeste, la náusea sea más leve al momento de acudir a ese repaso de lo que somos y hemos hechos.
El recuento de las víctimas, en la inteligencia de Eurípides contemporáneo, el de la vigencia perenne, ante el reparto preciso, los años, la experiencia, la búsqueda incesante de cómo decir la vida a través de la escena.
El salario del crimen, bajo la dirección magnánima, de Tito Vasconcelos, el de la férrea disciplina, el de todos los años, todas las tablas, el de la generosidad punzante que acude a nuestra ciudad, Hermosillo, para acompañar y guiar a la agrupación que es Andamios Teatro.
En contexto, debajo del cerro, en el interior de un teatro que incesante muta, en la desolación de las víctimas, en el ejercicio del machismo brutal, allí nomás al dar la vuelta. Ante la indiferencia de un servidor público, detrás del escritorio, ante la angustia de la madre que con furia y rabia busca lo que quizá nunca encontrará: la hija, el hijo, porque se los llevaron así nomás. ¿Pero y si dejamos de decirlo?
Con humor refinado, despacito, ai te lo encargo, allá tú si tenés ganas de acudir a la reflexión. La audacia en el desplante, la coreografía simpática, el vestuario que también incita al análisis, las caracterizaciones exactas, la ruptura, el salirse del trazo para una y otra vez humanizar la existencia, el oficio, porque dentro de esos personajes habitan los seres que se ocupan de decir lo que nos duele.
El oficio de la actuación es la sonrisa más descarnada que habita debajo de la luz de un escenario una noche de viernes donde la ciudad desea romperse de fiesta.
Con la habilidad de repartirse, darse, convocar y conversar. Como para que los días con su banalidad no nos gane esta lucha de construir, formar, porque se piensa en los otros, porque ¿si dejamos de decirlo?
Dice Hilda Valencia, actriz, que El salario del crimen es el título contundente: “Porque los muertos los ponemos nosotras, las madres buscadoras, a los desaparecidos, los feminicidios, los niños, niñas, el pueblo”.
Esos tres mil quinientos años de opresión, el escupitajo en pleno rostro, en el nombre de mujer. Todas las condenas, ocurren allí, en cada uno de los monólogos, las vicisitudes que nos rasgan el interior con el bisturí de la inconciencia.
Un llamado a tomar el toro por los cuernos, porque no hay de otra. El boomerang de la papa caliente, porque se ha llegado la hora de tener en nuestras manos los saldos de la crueldad que desde siempre hemos cometido.
¿Y si dejamos de decirlo?
L. Carlos Sánchez
