Nomás entrar y siento un cúmulo de abrazos. La paz es un digno apellido para ese espacio donde habita la inteligencia, filosofía como nieve incesante que cubre la ciudad. La Biblioteca Pública Mexicana de Cananea es un refugio, un bálsamo donde aliviar la soledad y sus tristezas.
Un lunes por la tarde, por ejemplo, encuentro en ese recinto a un grupo de muchachos con cámaras fotográficas en sus manos. Luego acomodamos sillas, mesas, encendemos abanicos y conversar. Hablamos de lo que somos, hacia a dónde vamos, qué deseamos. En acuerdo y por acato de mis sugerencias, esa tarde – noche nos iremos a dormir con la consigna de que al iniciar el siguiente día haremos fotos de nuestra cama, nuestro hábitat, el lugar donde somos conversación con nosotros mismos: un monólogo permanente de nuestras penas y alegrías.
Así la dinámica de lo que llamamos un taller de fotografía y literatura. Y es allí donde la paz es un suspiro perenne. Donde habitan los anaqueles, el olor a tinta añeja, el suelo cuya textura acaricia la suela de los zapatos, la disposición de las computadoras, el móvil para la consulta, el aprendizaje.
Las tardes de esa semana de junio se sucedieron veloces, entre las dinámicas de fotos hechas por los asistentes al taller, la conversación sobre temas que incumben, la infancia y tocarla con la memoria y escritura. Acordamos tácitamente la propuesta de intervenciones gentiles, comentarios sobre los trabajos del prójimo con ánimo de construir. Un día una de las alumnas llega para sorprenderme con una caja de dulces, y su padre puso en mis manos un libro que habla sobre el karma: tesoros desde la generosidad.
La fraternidad ronda ese espacio. Puntuales los tallerandos llegan para tocarme el corazón con sus miradas, con sus ejercicios, con sus historias como un alud de emociones y emocionarnos.
El miércoles llego media hora antes a la cita, que es a las cinco, desciendo por el pasillo central y me instalo en el último rincón de la biblioteca. De pronto los títulos de los libros me bombardean las pupilas, luego miro a Borges blandiendo el Aleph, a Enrique Serna mostrándome las razones de El miedo a los animales. Un vértigo escalofriante me arropa de placer y no puedo más que tomar libro por libro hasta llevarlos a mi pecho, mi rostro, mi pelo, formar caricias con la textura de sus pastas.
De pronto me veo bailando al ritmo de cumbia, una novela de Fernando del Paso me acompaña, caballerosamente la convido a la alegría, entonces siento entre mis brazos su cuerpo sólido, sus músculos nobles, su cabellera rozagante con olor a miel.
¿Bailamos?, le solicito, y con delicadeza me extiende su mano. Suena ahora un tango que brota de uno de los anaqueles, es Carlos Gardel dirigiendo proyectando su voz, la novela extasiada sigue mis pasos en silencio, el ritmo de los latidos avanza en cada una de las páginas como vientre de ese título creado por del Paso.
Termina la canción y se inventa la angustia, seguro estoy que la novela y yo deseamos permanecer en el ritmo del bandoneón. Pero así son las reglas, y llegan en el momento menos deseado. La última nota del tango nos sorprende cuando ya la cercanía de los labios a punto está de escribir el colofón.
La novela y yo, no obstante, el silencio de Gardel, continuamos tomados de la mano. De pronto desde otro anaquel un escritor mexicano nos hace una seña con el índice de su mano izquierda, Por aquí es, acoto mientras nos muestra El jardín de los senderos que se bifurca. Por ahí nos fuimos, corriendo a veces, saltando a intervalos del corazón aún alborotado. En esa carrera nos internamos en un bosque, una selva, en fin, un suelo bañado de sombras donde la única existencia de seres humanos se presenta en voces.
Reconoces quién es el autor de esas palabras, me pregunta la novela al escuchar la anécdota de un pueblo donde habitan los muertos convertidos ya en fantasmas. Me esfuerzo en reconocer la voz. Antes de atinar la novela me da pistas: es de Jalisco, escribió sólo dos libros. Al escuchar la frase Vine a Comala, la novela y yo suspiramos coordinados y nos disponemos a recorrer el camino. Podemos entonces bajo la sombra permanente, convivir con Pedro Páramo y sus obsesiones.
Un olor a urbanidad no hace virar la mirada, encontramos luces y ruidos de autos, la fantasía concluía, se dejaba ver ya la urbe y su estridente ritmo. No hubo más opción que de la mano de otro guía, un tal José Joaquín Blanco, saltar hacia el asfalto, acariciar con los sentidos la vida de esos personajes que viven de noche, a expensas de la suerte, en un volado para decidir donde amanecer al día siguiente.
De la sutileza a la perversión, de los tangos al paisaje en blanco y negro, de la parsimonia a la prisa. En la esquina de un anaquel las letras en color rojo nos incitan a una pausa para el análisis. De allí desciende la magra figura de Abigael Bohórquez quien nos muestra con valentía su deseo para decir lo que ama. Recita y mueve sus manos, sus labios en un ritmo incandescente nos hipnotiza. Gesticula, lee, dice, canta, llora, ríe. El poeta del desierto nos reta con su mirada, y sentencia como preámbulo para su partida: Como poeta soy un chingón.
El libro regresa a su lugar y entre la novela y yo miramos a un poeta marcharse a prisa entre dunas y un cielo rojizo.
En eso estamos cuando una de las alumnas del taller se acerca, me toca, estoy acostado en el piso y su frescura, entre cientos de libros que vigían mis ganas de seguir imaginando. Es la hora de la clase, uno a uno los alumnos se instalan, con una sonrisa permanente yo hablo de libros y fantasías, de Fernando Vallejo y su amor por la misantropía. En la biblioteca se siguen construyendo sueños. Y hay fotos como vestigio, alumnos para refrendar la inteligencia, el deseo de permanecer en el deseo.
Por L. Carlos Sánchez