Columna ContraCanto
Encontré a Fernando en la chamba, desde temprano, jalando la carreta y acomodando la hielera. Tenía a su lado a un ayudante. El frío de la mañana y el ruido de los transeúntes, al paso de los camiones.
En el mero centro de la ciudad, en ese espacio emblemático que lleva nombre en honor a Juárez, el Jardín de la alegría, encuentros y desencuentros de enamorados urgentes. Columpios y resbaladeros, el pacto ágil de las aves y sus picos, el canto del gorrión que persuade hasta lograr el cometido.
A Fernando lo abracé y reconocí en el abrazo la hermandad como una raíz que brota desde el barrio. Me contó pronto el esfuerzo y la resistencia: salirle al toro desde el amanecer y regresar al hogar luego de cumplir con la jornada laboral en su changarro de jatdos, los mejores de la comarca: lo avala esa fila de clientes que diario se forma entre olores winis y cebollitas asadas, guacamole y mostaza, el pan recién horneado.
Miré a Fernando y su existencia me remitió a la mía, a una infancia precaria y feliz. Él inmerso en un seno de familia bien, padre y madre, nosotros en la libertad de los callejones y un padre con mirada taciturna, en los versos de silencio, un sorbo tras otro.
Mi carnal se la vivía con ellos, la familia de Fernando. Pasto, corral y agua le servía doña Jesús, la madre del Fer. Lo atendía como uno más de sus hijos. Yo desde afuera celebraba la suerte de mi hermano el Gordo.
Ya antes había visto al loco Fer, y desde su discurso la reflexión, la primera vez me dijo que somos sobrevivientes, porque a pesar de los baches de incertidumbre que privan las calles del barrio, salimos del pantano con la frente en alto, sobre el trabajo y la honestidad, esto a diferencia de muchos de nuestros contemporáneos que se enredaron con la vida loca, la facilidad de ver el amanecer y dormir a placer durante el día.
“A nosotros no nos tocó esa suerte, o no la quisimos”, me sugirió a manera de conclusión. Me tiró la mano de nuevo y anduve entonces con la promesa de volver para regalarle alguno de los libros que habitan mi biblioteca. “Ya leí todo aquel que me diste”, respondió ante la promesa del obsequio.
Miré al Fernando y evoqué los días de correr en el vado del río, de cuando jugábamos beisbol con los arreos del Bruno, uno de los pocos que tenían guantes, pelotas, y bats, pechera y careta. Trazábamos las líneas imaginarias y un vuelo de palomas alegres vestía de blanco el cielo: hits o jonrones.
Era nuestro el territorio, antes que la modernidad implacable empresarial, llegara a posicionarse del cauce. Veíamos a los chapayecas, improvisábamos máscaras y jugábamos a ser yaquis montados en sus capuchas.
El laberinto de la memoria que me abrió Fernando al estrecharnos en el abrazo, es la gratitud inherente, inevitable, porque solo con su mirada refrendo mi existencia, con sus palabras cimbró de recuerdos lo que ahora somos como consecuencia de lo que un día nos inculcaron y bien aprendimos.
Sé que estoy obligado a regresar, con un libro debajo del brazo, o bien a formarme en la fila de los jatdos, a retribuir un poco o mucho la memoria de aquellos días, a provocar la suerte de que Fernando me comparta sus frases y palabras, la visión de un mundo puesto a los pies de quienes luchan a contracorriente, así como es su historia que también es la mía.