Es justo buscar un sentido a la vida. Es difícil encontrarlo, pero está claro que es uno mismo quien tiene que encargarse de ello. Con esto no hablo forzadamente de religión, sino de la aspiración a una nueva ética que pueda redimirnos y revertir el enorme daño que nos hemos hecho a nosotros mismos como especie, y al planeta.
El sistema individualista que reina en el mundo nos hace difícil encontrar, aunque lo deseemos, un sentido armónico de la existencia, en el cual sea el ser humano mismo el germen amoroso que vea por su rescate, ante la amenaza de las guerras, las divisiones, la codicia, los abusos.
Hemos sido malacostumbrados y educados para vivir la vida sin una filosofía trascendente, que pudiera ayudarnos a dotarla de un sentido más sagrado que vulgar. ¿Y cómo hacerlo si una gran parte de la población enfrenta problemas en su economía? No hay paz completa sin una buena economía, eso queda claro. Los espacios para la reflexión han quedado relegados pues en primer término está la espantosa búsqueda de la sobrevivencia.
Es un mundo de cabeza. La desigualdad social se ha incrementado y la lógica de la famosa pirámide a la que tanto hacen alusión los teóricos de la conspiración, ya no luce para la gente común, tan falsa como antes. “Divide y vencerás”.
No es difícil comprobar que el dinero hace la vida más práctica y relativamente más disfrutable; sin embargo, no es suficiente para conseguir el bienestar del alma, puesto que dicho bienestar comienza por una buena siembra de valores que aprendemos de quienes fueron nuestros familiares o mentores, o de los libros, o de nuestras propias experiencias. Sin embargo, todos tenemos derecho a una vida libre de carencias materiales.
La pandemia nos puso a prueba al recordarnos “la fragilidad del cuerpo” de la que el psicoanalista Sigmund Freud hablaba. Los padecimientos de salud mental se agravaron de manera preocupante, así como la violencia intrafamiliar, los feminicidios y homicidios. No estábamos preparados ni advertidos para el encierro, para vernos a la cara sin maquillajes de ningún tipo, para “ver la vida desde adentro”, si recurrimos a una metáfora sencilla. Se nos ha enseñado a vivir para la “vida de afuera” y la pandemia nos obligó a permanecer en ese silencio tan incómodo como el diálogo interno, personal, que si no es canalizado de manera correcta termina por desatar los fantasmas más incómodos del alma.
Estamos en deuda con nosotros mismos y es cosa de tiempo para saber si somos capaces de salvar y corregir el camino como sociedad, como seres humanos, en un tiempo de revuelta existencial, de crisis y enormes retos.
Pablo Aldaco