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lunes, noviembre 25, 2024

La gelatina de fresa

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La tarde pardeaba cuando encontró a mi madre picando fresas, las revolvió con unos polvos rosas y unas hojuelas de grenetina enseguida las vertió al agua caliente que tenía en la estufa de leña de aquel que fuera nuestro primer hogar: Mañana, abrió nuestro apetito, vamos a desayunar gelatina de fresa, y con el invite, anunciaba la llegada de la temporada de frio. La fecha de aquel antojo tal vez corría el mes de noviembre de 1945.

Para llegar a tener aquel desayuno en familia, mi padre ya había recorrido años de esfuerzos para poder rentar una propiedad junto a la Plaza Miguel Hidalgo en la calle Obregón número 59 esquina con callejón Álvarez _lo que hoy es uno de los puntos principales del centro histórico de la ciudad de Hermosillo_, ahí arrendó aquella propiedad a una familia Camou, la que por años sería el consultorio médico de mi padre y la parte de atrás iba ser nuestro hogar y la querencia en donde nacimos seis de los trece hermanos que fuimos y en especial, iba ser el espacio, centro, de nuestro crecimiento y desarrollo infantil.

Le platico algo de nuestra historia familiar:

Yo no soy de aquí, pero tú tampoco” dice la canción de Jorge Drexler. Y mi padre, como “miembro de una especie en movimiento”, salió de Guadalajara el año de 1936, dejando el encargo a mi madre de cuidar a mis tres hermanas mayores y la gestación de otra que venía en camino. Así, una mañana y, “sin pertenencias solo –con su maletín de medico como– su equipaje”, y con mi hermano Miguel de siete u ocho años a la espalda, emigró a Sonora en búsqueda de nuevos horizontes.

Por aquel entonces, Juan hermano de mi padre ya ejercía como médico en Hermosillo Eran los tiempos del gobierno de Román Yocupicio. La carretera de Hermosillo a Guaymas estaba en construcción, las brechas entre los pueblos se transformaban en terracerías y mi padre encontró trabajo como médico visitador de los campamentos de los trabajadores de la Junta Local de Caminos del Gobierno del Estado de Sonora.

Al poco tiempo, le ofrecieron otra oportunidad laboral con mejor remuneración económica y, “como polen al viento” pasó por el desierto de Altar, “olfateando aquel desconcertante paisaje nuevo, desconocido”, llegó a Ensenada B.C. se embarcó, y fue a dar a la Isla de Cedros como médico de una empacadora de abulón propiedad del general Abelardo L. Rodríguez. Allá en la isla, sopesó su situación laboral y familiar.

Sonora, le ofrecía un futuro más esperanzador para su familia y con mi hermano Miguel a cuestas, regresó a Hermosillo a trabajar de nuevo en la Junta Local de Caminos. Fue entonces, en 1938 cuando decidió traer a mi madre y a mis hermanas, Carmen, Refugio, Ana y Concepción quien llegaba recién nacida. Por lo pronto se hospedarían con su hermano Juan. 

El tiempo sigue su marcha y la construcción de la carretera ahora estaba más cerca de Guaymas, luego entonces. allá necesitaban al médico y como “somos una especie en viaje”, mi familia emigró al puerto y pronto, mi padre con la ayuda de mi hermano Miguel colocaban por la calle Serdán un letrero que anunciaba la apertura del consultorio del: Dr. Miguel Rentería García. Medico. Cirujano y Partero.

Y como no somos: “De ningún lado. De todos lados un poco”, los caminos se siguen construyendo y los campamentos van por su rumbo, ahora el vaivén laboral se dirigía hacia la capital del Estado y de nuevo y “sin estar quietos porque somos de estirpe trashumantes”, mis padres y mis cinco hermanos regresan a Hermosillo para ser vecinos en Villa de Seris de don Lucas Vucovich Radovich y su esposa Angela Pablovich.

Pasa el tiempo y nuestra familia ahora vive en la calle Obregón, ahí, y a un ritmo de nueve meses de gestación y seis de lactancia, naceríamos seis hermanos más, nació Marco mi hermano, enseguida, llegué al mundo de mis padres, y a los quince meses puntuales, la “cigüeña traía de París” a Francisco Javier. Mi padre no herraba tiro en la fecunda tierra fértil de mi madre. No, no crea que aquello era un abuso. Así eran las familias de aquellos tiempos. Aún faltaban por llegar, Camila, Epigmenio y María, ya éramos once y llegarían dos más 

Nuestra casa tenía la fachada como Radio Sonora la tiene el día de hoy y con una distribución muy sencilla, los dos cuartos de enfrente uno servía de sala de espera y el otro era el consultorio de mi padre, atrás había una pieza amplia en donde cabíamos todos, con una puerta lateral que abría hacia el callejón Álvarez y el fondo contenía un pequeño patio y a su lado estaban. el baño y la cocina con su hornilla de leña. 

A este nuestro hogar muy de mañanita llegaba desde su establo en Villa de Seris el señor Barragán en su carreta de caballo cargada de tambos de leche y con una medida de un litro nos llenaba una olla de leche fresca. Luego, el Boby Tomson desde la calle de La Carrera traía su carrito lleno de jaulas ofertando gallinas. Deme la más vieja para que el caldo salga bueno. ¿Esta? Si, pero descabécela, negociaba mi madre, y el animal aún convulso iba al agua hirviendo para desplumarlo… Hielo, hielo ofrecía el vendedor. Hoy queremos un cuarto de barra y en un instante con un picahielo lo distribuía en la hielera para conservar la comida perecedera. Los frijoles nunca se acedaban, no les dábamos tiempo porque iban directos de la olla a la boca. Una de las tareas de mi padre, era ir a los encierros -fruterías y verdulerías- que estaban junto a la pera del ferrocarril, de regreso volvía cargando un costal de naranjas y bolsas con, manzanas, albericoques, mamayes, cacahuates; cebollas… las sandías las bajaba al último.  Cierto día de la semana se oía el pregón: Leña, leña. Déjame una carga y acomódala junto a la estufa.

Por las tardes, tomábamos la Plaza Hidalgo, como nuestra sala de recreo, donde correteábamos y cuando el policía no estaba, brincábamos el prohibido cerco que resguardaba el monumento del Padre de la Patria, luego con un hilo amarrado de una pata hacíamos volar como papalotes a los mayates y mientras perseguíamos pinacates, el viento nos traía el olor apetitoso de la mantequilla del esquite que vendían en el cine Noriega. Cuando la Navidad se acercaba, mi padre enviaba a Socorro su chofer al monte, a cortar un sanjuanico al que vestíamos como árbol de navidad, sostenido por un tambo lleno de naranjas o de kilos de frijoles, a los que un día Miguel les echo agua y por la jediondez de la fermentación, en aquella ocasión nos quedamos sin árbol, sin frijoles y sin santo clos.

Ciertas noches, de tales a tales horas Hermosillo se quedaba totalmente a oscuras, estaba en su apogeo la segunda guerra mundial, eran simulacros defensivos, sí, pero el miedo era verdadero, cuando decían que las bombas del enemigo podían venir del cielo, tal vez era el tiempo cuando las V2 caían sobre Londres.

Los fines de semana, para que no se hagan tísicos, mis padres nos llevaban a las albercas de la Casa del Pueblo y a otra que estaba junto al malecón, en donde los hombros de mi padre eran el trampolín de nuestros clavados, también corríamos y nos asoleábamos en el campo, unas veces íbamos a los búngalos de Guaymas o,  a corretear por los jales de la mina de la Colorada o, ´pasando por el Gorguz y luego por la Peaña llegábamos a Tastiota, o a las aguas termales de Tecoripa, o a Bahía de Kino en donde en tramos, las rodadas de la brecha se veían lisas pero, de pronto, el fino polvo del camino se movía en olas como si fuera agua con el rodar de las llantas y cuando menos lo pensabas el carro quedaba embancado con las ruedas sin tocar piso y a empujar todos, así pasábamos por el rancho Monte Carlo, luego apuntábamos el rumbo hacia la hacienda La Máquina y allá a la hora se divisaba la isla Del Alcatraz y a la usanza, al llegar al lugar mi padre esparcía volantes anunciando sus servicios, mientras mi madre procuraba la comida y mi padre con su maletín atendía a quien lo que necesitaba. Consultas no le faltaban, mientras nosotros disfrutábamos del mar, luego, al atardecer él nos acompañaba y por la mañana nadaba hasta la isla del Alcatraz, para luego iniciar nuestro regreso.

Un día, tal vez era verano, cuando mi hermano Francisco Javier, aún no llegaba al año de edad, terminó su viaje por la picadura de un alacrán, quizá, el bicho había llegado con la leña. Cuando hacían su aparición las enfermedades virales como el sarampión o la varicela, nos contagiábamos en rebaño a lo Alejandro Dumas “una para todos y todos para una”, el padecimiento era leve en cada uno de nosotros y lo era, por nuestro vivir saludable. Hoy afirmaríamos: Nuestros cuerpos, por nuestro saludable vivir, habían desarrollado un poderoso sistema inmunológico de defensa, el cual, con facilidad derrotaba a los invasores microbios. La única vacuna disponible en aquel tiempo era contra la viruela y a todos nos la pusieron. Su aplicación era obligatoria desde 1926. Por fortuna, antes no había tanto negacionista, por lo que gracias a las vacunaciones masivas se han logrado erradicar -no sé, si para siempre- la viruela, la poliomielitis, entre otras viremias. Sigo en el ayer: al empezar el otoño, cuando todavía, por el calor dormíamos en el patio, por las mañanas al despertar se oía un griterío llorón que clamaba: Amá, amá, a mi primero, a mi primero, era el tiempo de los bobitos, amanecíamos con los parpados anudados con las lagañas y mi madre paciente con agua tibia nos devolvía la luz y enseguida nos aplicaba gotas de Argirol.

La escuela: “Yo no soy de aquí, pero tú tampoco

Como vivíamos en el centro de la ciudad, mi padre inscribió a mis hermanas en el Colegio Lux, pero pronto, empezaron a recibir de sus compañeras y con el disimulo de sus maestras, el rechazo, por el acento de sus voces con el que seguíamos tarareando “nuestras canciones de cuna”, por sus trenzas, vestidos y zapatos, el mote de ¡guachas! Mientras nosotros recibíamos clases en la escuela del padre Javier, incluso estuvimos semi internos en un edificio que hoy ocupa el centro de Higiene Mental Dr. Carlos Nava.

Y mi padre “escuchó la voz del desafío” y de rondón, en fila india los hermanos todos recorríamos la calle Serdán. Ya estámos inscritos en el Colegio Soria

Luego mis padres “pensando en otra rivera y con las manos firmes en el remo”, construyeron en la colonia 5 de Mayo, nuestra casa nuestra, en donde “buscando oxígeno encontramos sueños”, sueños que dieron rumbo a nuestra adolescencia, juventud y, a mi vida… Nos cambiamos un día de mayo de 1947. Ahí nacieron, Mónica y Evodio.

Le comentaba al inicio de estas letras sobre la preparación de una gelatina y de su antojo. Mi madre colocó el recipiente en una mesita a la intemperie en el patio para que con el frío de la noche se cuajara, pero vino el gato y colorín colorado que la mesa la ha derribado.

Ni quien lo dude…“Estamos vivos porque estamos en movimiento”

José Rentería Torres. 74 años después.

Aviso

La opinión del autor(a) en esta columna no representa la postura, ideología, pensamiento ni valores de Proyecto Puente. Nuestros colaboradores son libres de escribir lo que deseen y está abierto el derecho de réplica a cualquier aclaración.

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