Como consecuencia del previsible ataque de pánico y alarmismo que se ha desatado a raíz de la pandemia de COVID-19, este domingo por la noche decidí releer La Peste, de Albert Camus, que con gusto reseñaré la semana próxima.
Mientras tanto, no puedo dejar pasar la oportunidad de hablar del tema de moda, y aunque a diferencia de mis amistades y conocidos, no soy ningún experto, me gustaría plasmar algunas reflexiones sobre la cuarentena, el transcurrir del tiempo durante un descanso obligado y la ingente cantidad de horas libres que muchos tendrán a disposición.
Es importante enfatizar lo que está a punto de convertirse en una frase cliché: la cuarentena no es un periodo vacacional. Debemos tener plena conciencia de que si un gobierno –cualquiera que sea- se muestra dubitativo para seleccionar el momento adecuado de implementación de la medida, y además le cuesta trabajo adoptarla, es porque las consecuencias son invariablemente costosas para la población, cuando no catastróficas.
Estas vacaciones inesperadas pueden significar licencias sin goce de sueldo, recortes laborales y/o salariales, cierre de pequeñas y medianas empresas, incremento de estrés y ansiedad poblacional, incremento en delitos de bajo impacto y otras consecuencias derivadas de estos problemas-causas principales.
Además consideremos que no todos se encuentran en la misma hipótesis. Los grandes empresarios son quienes enfrentan la situación de realizar despidos con el fin de salvaguardar sus intereses, pero esto no impacta en el patrimonio familiar de la misma manera que en el de sus empleados. De igual manera y a riesgo de sonar políticamente incorrecto, el estrato social de menores recursos y los más pobres que se dedican a sobrevivir, no se ven impactados por estas preocupaciones clase-medieras.
Dicho esto y con la información con que usted cuente a propósito del COVID-19, qué tan dispuesto está a aceptar que lo envíen casa considerando las posibles consecuencias, y tomando en cuenta esa cultura de la productividad que con tanto gusto promocionamos cuando se trata de predicar con el ejemplo.
Por un lado, si nos retiran la obligación de presentarnos en el trabajo nos quitan nuestra razón de ser, pero también obtenemos un regalo invaluable, el tiempo libre. ¿Pero para qué, una sociedad como la nuestra, querría y utilizaría el tiempo libre? Y es aquí donde la cosa se complica.
Basta con echar un vistazo a los nuevos campos de batalla –Facebook y Twitter- para cerciorarnos de que, quienes se tienen en la más alta estima intelectual, son lo más parecido a una manada de simios en brama incapaces de articular la más nimia e insignificante autocrítica.
Pero también tenemos un ejemplo en el mundo práctico; recientemente se llevó a cabo el Festival Vive Latino, pero más allá de la “inesperada” crítica a las autoridades, yo me pregunto a qué familia de asnos pertenecen los irresponsables asistentes, que no pudieron abstenerse de perder mil o dos mil pesos, solo porque el Gobierno no se los prohibió.
Si el indivudo que vive en sociedad no es consciente de las consecuencias de sus actos y no puede hacerse responsable de estos, entonces es un autómata que limita a consumir los beneficios derivados de la vida en sociedad, pero jamás se ha detenido a pensar de qué manera su existencia beneficia o perjudica el entorno. Ortega & Gasset lo llamaba el “señorito satisfecho”.
Queda claro que muchos utilizarán su tiempo libre en actividades recreativas –en el más mediocre sentido de la palabra- para el deleite de los placeres más básicos, pero habrá otros, eso espero, que podrán detenerse a reflexionar sobre nuestras costumbres y hábitos diarios.
Pasamos todo el día en oficinas, algunos por necesidad y subsistencia, otros porque codiciamos riquezas materiales de las cuales nunca estaremos satisfechos; con lo que se viene, estamos en el momento preciso para propiciar un cambio de hábitos que nos ayuden a desarrollar nuevas formas de estar, convivir y desenvolvernos en nuestro entorno.